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Carta en una botella

Los demás árboles, los cinco o seis que aún quedan, hacían temblar sus hojas, como sacudidas por un viento de pavor.

Antonio Caballero
29 de marzo de 2008

Por la mañana me despierta el ruido de las motosierras. No son los paramilitares en sus tareas macabras, pero se trata de un mal de la misma índole: la pasión colombiana por el arboricidio. Están talando los pocos grandes árboles que todavía quedaban en el jardín de mi casa. Porque yo tenía la suerte de vivir, viviendo en Bogotá, en la mitad de un bosque. En tardes azules como esta en que hoy escribo me entraba por las ventanas un sol filtrado de muchos verdes movedizos: los verdes azulados del alto follaje de los eucaliptos, los verdes negros de los fuertes pinos, los verdes secos de las acacias, los verdes ácidos de los cerezos. Las copas de ese bosque sobrepasaban en arrogancia los catorce pisos de ladrillo del edificio vecino, y se mecían en el viento, suspirando, y estaban llenas de nidos de pájaros que bajaban a picotear cerezas o a escarbar en el pasto: mirlas, copetones, unas palomitas torcaces que se trataban felices con el néctar de las campanas de un borrachero cuando estaba en flor.

Tenía esa suerte, digo. Pero el DAMA (Departamento Administrativo del Medio Ambiente), en alianza con algunos vecinos que olvidaron que este edificio se hizo en una forma aparentemente caprichosa precisamente para respetar el bosque de pinos y eucaliptos, ha decidido que hay que tumbar los árboles. Ya llevan treinta y uno. Esta mañana acabaron con el más grande de los que subsistían, un eucalipto rojo de sesenta metros de altura que se alzaba derecho cielo arriba, recto como una lanza. Ya lo habían despejado de sus amplios ramajes, que habían ido cayendo al prado como los miembros descomunales de un animal inmenso y, motosierra mediante, se habían convertido rápidamente en leña. Sólo quedaba el recto tronco desnudo, descopado, todavía impresionante. Unos cuantos vecinos -contra la opinión de otros- firmamos una carta pidiendo que por lo menos dejaran ese tronco desmechado a una altura de quince o veinte metros, para que retoñara como suelen retoñar los eucaliptos y tuviéramos al menos veinte años de crecimiento ya ganados. Se nos dijo que no. Que a ras del suelo. Y esta mañana se realizó el sacrificio.

Amarraron a la víctima con fuertes sogas a tres o cuatro troncos circundantes, y un obrero de casco amarillo trepó como una ardilla hasta una horqueta a treinta metros del suelo. Izó una motosierra, y procedió a aserrar el grueso tronco por encima de su cabeza, entre nubes de aserrín que se llevaba el viento, mientras desde abajo lo miraban absortos y con la boca abierta cinco o seis compañeros. Luego tiraron todos a una de las largas sogas, y el más alto trozo del tronco se partió con un tremendo estampido y cayó con estruendo. El aserrador descendió. Faltaba la base monumental del árbol. Treinta metros de madera roja, olorosa a salud. La espada de la motosierra la atacó a un palmo de la raíz, entre la hierba. El contratista talador que dirigía la partitura atravesó el jardín para venir a decirme que me apartara de la ventana (en plural, como se les habla a los enfermos):

— Retirémonos del vidrio ¿sí? Es por precaución.

Seguí mirando a escondidas.

La hoja de la motosierra se hundía en el tronco cada vez más hondo, sacando surtidores de aserrín rojo, y los aserradores se turnaban en el manejo de la herramienta. El ruido era ensordecedor. El árbol resistía. El corte lo traspasaba ya casi por completo, y el filo entraba y salía sin que la verticalidad del tronco se alterara un ápice. Los miembros del equipo de tala se colgaban con todo su peso de los cables que amarraban el tronco por la punta, y no conseguían moverlo. Los demás árboles, los cinco o seis que aún quedan, hacían temblar sus hojas, como sacudidos por un viento de pavor. Se oyó un inmenso crujido, los aserradores gritaron como locos, y el colosal tronco se derrumbó despacio. Cuando cayó se estremeció la tierra.

No sé ante quién quejarme. Ya sé que el DAMA es insensible. No quiere árboles grandes, que dañan el asfalto. Sólo planta, si acaso, esos saucos verdes que echan rápido brotes que parecen de papier maché. Temo por la media docena de árboles corpulentos que sobreviven todavía en este lote de La Cabrera, que era un bosque tupido cuando lo conocí en mi infancia. Por lo visto quieren que sólo queden hortensias y agapantos. Ya mocharon hasta la copa del cerezo. No sé qué hacer. Escribo esto como quien manda una carta en una botella.

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