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Carta de una televidente en el año 2030

La serie es una apología del mal, que presenta como héroes a funcionarios que recibían paramilitares en el sótano de Palacio.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
23 de marzo de 2013

Apreciado Comisionado de la Unctv (Ultra Nueva Comisión de Televisión):

En mi calidad de abuela de niños menores de edad, elevo ante usted mi queja por la emisión de la serie Álvaro, el Caín del mal, basada en la vida del expresidente Uribe Vélez. Merecemos una televisión educativa. Merecemos una televisión que inculque valores. Estamos hartos de programas que convierten en héroes a los villanos, y que distorsionan la verdad histórica para presentarlos como ejemplos a imitar: desde que comenzó la serie, mis nietos toman Chocolisto montados en un pony; ofrecen subsidios al rico de la clase y hablan con groserías: el otro día uno le decía al otro “cállese, o le doy en la cara, marica”, a lo que aquel, ofendido, respondió: “No me diga marica, no me diga paraco, que el suyo es esfuercito de caballo discapacitado”. Me pregunto: ¿es así como queremos educar a nuestros niños? ¿Con ese tipo de referentes? 

Entiendo que soy una vieja que nació en 1974, y no niego que voté las dos veces por Uribe, a quien en su momento adoré. Y no aspiro a que revivan nuestra historia dos eruditos de la tercera edad que se escurren en sus respectivos sillones mientras todos dormimos, incluyéndolos a ellos: desde hace dos décadas  me resigné a que nuestra historia sea contada por los delincuentes, convertidos en próceres por la pantalla.

Aún recuerdo la serie que inició esa tendencia, basada en la vida de Pablo Escobar. A ella le siguió Tres Caínes, sobre los hermanos Castaño. Y a partir de entonces se desató la moda con la versión criolla y ligera de Los Soprano, inspirada en los hermanos Nule; la adaptación de Dallas, que acá se llamó Envigado; e incluso una telenovela que contaba la vida de Lucumí Popó, patrocinada por papel higiénico Familia. 

Pero la novela sobre el expresidente Uribe Vélez rebosó la copa, señor comisionado: solo enseñan antivalores. El capítulo en que negocian a Yidis Medina –encarnada por el viejo Andrés Parra, ahora recluido en la Casa del artista, de la Candelaria– para que cambie un articulito de la Constitución, induce a que los niños piensen que es normal irrespetar las reglas; aquel en que los hijos del protagonista se quedan con unos lotes en la zona franca, promueve la cultura del dinero fácil; y el otro en que aparece el actual candidato a la Presidencia, doctor Pincher Arias, ayudando a los terratenientes, reinventa, de manera mezquina, el concepto de solidaridad.

Acepto que estuvo bien que el joven Álvaro, interpretado por Tomillo, le pidiera a la joven Lina —brillante actuación del anciano Andrés Parra— que aplazaran el gustico. Y no niego que hay licencias imaginativas y cómicas, provenientes de la ficción del guionista, que alivian tensiones: cuando el señor Uribe aparece en Gran Hermano, un rancio reality de la época, para explicar un absurdo referendo; o cuando carga por todas partes a la gallina doña Rumbo, magistralmente interpretada por Sara Corrales. Incluso cuando aparece ante los reyes de España con un frac recortado a la altura de las tetillas: un traje que no se pondría ni Vicky Dávila, la defensora del televidente de RCN, en el programa que presenta cada madrugada con una de las Amparos: la que no se cambió de sexo.

Pero, más allá de eso, la serie es una inaceptable apología del mal, que presenta como héroes a funcionarios que recibían paramilitares por el sótano del Palacio de Nariño; chuzaban los teléfonos de la oposición; organizaban complots contra los magistrados y eran primos de narcotraficantes (resultó divertido, por cierto, que en ese capítulo un decrépito Andrés Parra interpretara de nuevo a Pablo Escobar). Ni el pretendido toque de humor con el personaje de Francisco Santos es sano: el viernes pasado electrocutó a un estudiante. Él en persona, quiero decir. En la vida real. 

Comisionado: la serie causa estragos en la moral de los televidentes, para quienes ya es normal que un presidente pida a los congresistas que voten antes de que los metan presos o viole con desparpajo los tratados diplomáticos. Y lo peor del asunto es que aún nos falta llegar a la parte en que se para con un palo en la plaza de Bolívar para defender su obra de gobierno, o el capítulo triste de la Corte Penal Internacional.

Atravesamos un momento inmejorable. El proceso de paz con las Farc está a punto de ser firmado por Tanja, la holandesa, y el presidente Simón Gaviria, que no lo piensa leer. El alcalde de Bogotá, Nicolás Petro, estudia la posibilidad de hacer el metro. Y ustedes mismos, en la comisión, licitarán el tercer canal, más allá de que en el mundo solo existan páginas web: ¿por qué no intentar series novedosas? ¿Qué tal una sobre muertos vivientes inspirada en el doctor Galat, actual candidato por el Partido Conservador? 

Pero en Colombia prima el rating, como en cualquier estado de opinión, y para los canales el negocio está por encima de la responsabilidad.

Por eso, convoqué una protesta en Facebook, aunque mis nietos se burlen de mí por ‘dosmilera’, para que los anunciantes retiren la pauta del seriado. Que su trama no influya a más televidentes, cosa que, por fortuna, no me ha sucedido a mí. Y podría jurarlo por mis tres huevitos. 

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