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El regreso a la caverna

Si los libros son los motores del progreso, según Dickens, entonces no hay duda de que en Colombia aún no hemos salido de la Edad Media.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
14 de marzo de 2019

Alberto Manguel publicó en 2006 un libro con el título La biblioteca de noche. Es un largo y hermoso ensayo donde el escritor argentino retorna a sus pasiones: los libros y la lectura como ese lugar de encuentros, de charlas entre los escritores y los lectores, metáfora del diálogo, de ese locus amoenus que no solo produce tranquilidad, sino que también es transmisor de conocimientos. Manguel mira la biblioteca como una morada donde habitan los dioses de la razón, la estética, la filosofía, templos del saber donde regresamos, necesariamente, a nuestros orígenes, porque los libros nos recordarán siempre de dónde venimos.

Graham Greene se preguntó en una oportunidad qué hacían las personas que no escribían. La inquietud de Borges, en este sentido, fue más sensata porque iba encaminada a indagar sobre la lectura: ¿a qué se dedicaban aquellos que no leían? Si los libros son un recuento del pasado de los hombres, entonces es entendible por qué en Colombia el desconocimiento de la historia es abismal, pues los últimos datos de la Cámara del Libro nos dicen que el promedio de lectura en nuestro país no pasa de los 2.9 libros al año. Es decir, los colombianos no alcanzamos el estándar de las seis horas semanales del que hace referencia el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (CERLALC).

Esto podría explicar, entre otras razones, por qué los estudiantes llegan a la universidad sin haber aprendido a leer y a escribir. Por qué les resulta toda una odisea redactar un párrafo coherente o poner en práctica la normatividad gramatical. Explicaría también las razones del corte y pega, esa infracción de menor valía para los centros universitarios como es el plagio, un delito que, a simple vista, no parece delito pero que aparece tipificado como tal en la “Ley 1032 de 2006 (la cual) declara ocho años como máxima sanción para alguien que sea sorprendido copiando una obra”.

Colombia no es un país lector por muchas razones, pero la principal es porque nuestra cultura tiene sus orígenes en la oralidad y nuestra fundamentación es la lengua hablada, convirtiendo la escritura en una novedad y no en el centro del pensamiento moderno. De ahí, como lo dejó ver Mafalda, que aquel “que no lee está condenado a creer todo lo que le digan”. Lo anterior nos permitiría entender, en gran parte, la situación política que vive el país y por qué nuestro periodismo es más torcido que una costilla y la gran mayoría nuestros políticos verdaderos flautistas de Hamelin.

Si la historia está en los detalles, como lo afirmó el británico Edward Gibbon, es decir, en esos hechos que pasan inadvertido para un gran porcentaje de la población, podría entenderse las razones de eliminar del pensum una disciplina que centra su quehacer en las costuras de los hechos. Podría explicar las razones de un poderoso grupo político colombiano por silenciar la voz disidente que, desde las aulas, les explica a los niños de los por qués en un país tan rico hay tanta gente pobre. Por qué asesinan a diario a unos señores (y señoras) que les hablan a sus comunidades de Derechos Humanos y por qué un diez por ciento de los ciudadanos tiene en sus manos el noventa por ciento de los ingresos económicos de toda una nación.

Hay una anécdota que cuenta que la historiadora Bárbara Tuchman le gustaba definir los libros como herramientas portadoras de la civilización y del espíritu humano. Ella le apostaba a la teoría de que sin libros no podría haber historia, no podría haber ciencia y la imaginación sería solo como una explosión de fuego artificiales. Es decir, un momento o, en términos retóricos, una ilusión, ya que sin los libros el mundo no habría alcanzado su desarrollo y todavía estaríamos amarrados al mito de la creación. Sin los libros, no habríamos logrado la libertad de pensamiento y el mundo cultural sería menos luminoso. El gran Charles Dickens afirmó que los libros eran los motores de los todos cambios en la sociedad, una voz que se hacía sentir aún después de la partida física de sus autores, ya que, según Hemingway, “podía matarse a las personas, pero nunca a sus ideas”.

Cuando el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe asegura que los niveles de lectura en Colombia son bajísimos, pues solo dedicamos hora y media a la semana del promedio mundial --equivalente a un mínimo de seis-- nos está hablando no solo del lugar que ocupamos en el ranquin regional, sino que también nos está diciendo cómo estamos con respecto a nuestro desarrollo intelectual. Si los libros son los motores del progreso, entonces no hay duda de que en Colombia aún no hemos salido de la Edad Media.

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