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Si los candidatos a la vicepresidencia fueran, por ejemplo, Noemí Sanín o Gustavo de Greiff, las tendencias electorales se voltearían patas arriba.

Semana
18 de octubre de 1993

LA GENTE EN EL PAIS LE DA TAN POCA importancia a la vicepresidencia de la República, que antes de que se estrene el cargo ya tiene un desprestigio digno de una subsecretaría de gobernación. El problema no es de ahora. Desde antes de que la propia Asamblea Constituyente terminara de aprobar los artículos que la creaban, la vicepresidencia ya había caído en un descrédito total, incluso entre los propios constituyentes, quienes acabaron creando el esperpento por una inercia que no lograron explicar jamás.
Nunca se supo muy bien de dónde salió la idea de que había que sacar la Designatura de la Constitución, pero el hecho es que terminó sucediendo. El único argumento de peso (peso pluma) era que el eventual sucesor del presidente debería ser elegido por votación popular y no por el Congreso. Pero lo que siempre quedó flotando en el ambiente fue que esa institución había nacido como resultado de una presión de los constituyentes liberales de la Costa Atlántica, quienes buscaron con ese mecanismo escriturarse el cargo a perpetuidad. Y es posible que lo hayan logrado. La fuerza que últimamente ha adquirido ese sector en el Congreso indica que en el campo de las maquinarias podemos estar presenciando un histórico cambio de era: la caída del muro de Berlín de la Contraloría para dar paso al gran poder elector del bloque costeño. La última elección de directivas del Senado fue una prueba de esa fuerza.
Tal vez sea por eso que cada vez que alguien habla de la vicepresidencia, uno se imagina automáticamente a David Turbay. (No descartarlo, apostadores).
El hecho es que los constituyentes quizá con complejo de culpa por todo lo anterior le prohibieron al vicepresidente aspirar a la Presidencia en el período siguiente al de su ejercicio. Esto pone automáticamente en la nevera política durante ocho años a quien ocupe el puesto. Cuatro de período y cuatro más de inhabilidad. Y nadie con ambiciones presidenciales se siente nunca tan joven como para esperar tanto por una oportunidad. Por eso a veces da la impresión de que la vicepresidencia no estuviera diseñada para escoger al mejor reemplazo del presidente sino al peor: un comodín para garantizar la gobernabilidad, que además no tenga la ambición de llegar pronto a la Presidencia.
Pero el que la vicepresidencia esté mal diseñada no significa que no sea importante. Es posible que en ese cargo, desprestigiado antes de estrenarse, pueda estar la clave de esta campaña electoral.
Todo el mundo da como un necho que Andrés Pastrana, Ernesto Samper y Antonio Navarro, líderes en el apasionante mundo de las encuestas, van a esperar hasta el día de la inscripción de sus candidaturas para designar como vicepresidente al representante de la segunda fuerza de su respectivo partido. Pero si de ese paso aparentemente lógico de mecánica política se inscribieran personajes con buena acogida en la opinión pública, ¿qué pasaría?
Estoy seguro de que con las escasas diferencias que hay entre los candidatos más opcionados, si figuraran como sus vicepresidentes nombres populares como los de Noemí Sanín o Gustavo de Greiff -por mencionar solo los dos más obvios- las tendencias se voltearían patas arriba de manera instantánea. Se podría incluso llegar a pensar que candidatos sin opción real hoy, como Humberto de la Calle, podrían sobrevivir como náufragos aferrados a un pedazo de madera, gracias a algún vicepresidente con buena acogida en la opinión pública.
Es la táctica de Bill Clinton con Gore, traducida a pesos.
La tesis de que la Canciller y el fiscal están inhabilitados por ser hoy funcionarios públicos es discutible, pues esa limitación no existe legal ni constitucionalmente. Y la afirmación de que no están interesados en la vicepresidencia sólo habla de la poca capacidad de persuasión de los candidatos a presidentes. Seguramente un cargo simbólico y sin funciones no le interese ni a ellos ni a nadie. Pero si a ese hueso se le pone carne, la cosa puede cambiar.
Qué tal vicepresidente y ministro de Gobierno a la vez; vicepresidente y Canciller; vicepresidente y ministro de Defensa...
Si la disculpa de ellos para no aceptar fuera que no están interesados en la política, no habría nada que hacer. Pero si el caso es que quieren llegar a presidentes y creen que la vicepresidencia es un obstáculo, deberían pensar dos cosas: que no todo el que quiere llegar llega, y que ocho años tampoco es tanto tiempo. La posesión de Virgilio Barco, por ejemplo, sucedió hace ya casi ocho años y parece haber sido ayer.
Además no hay que olvidar nunca que si de lo que se trata es de reemplazar al presidente en caso de que se muera (¡toquen madera!) sería mucho mejor, como diría Pambelé, escoger uno bueno que uno malo.

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