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Acoso

Es malo confundir esas cosas con el verdadero abuso sexual, porque esa asimilación banaliza y disculpa este.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
16 de diciembre de 2017

Pero por Dios, todos estos hombres poderosos, presidentes como Donald Trump, grandes productores de cine, famosos periodistas de televisión, congresistas, ministros ¿es que no saben pedirlo? ¿De verdad tienen que bajarse los calzoncillos para mostrar media erección y solicitar, en latín, una fellatio, o tratar de forzar un cunnilingus?

¿Y no saben tampoco cómo no darlo estas mujeres a quienes se lo piden de tan tosca manera?

Hay que estar muy enfermo o hay que ser muy idiota para exaltarse así con esas cosas, como está sucediendo en estos días en los Estados Unidos (y de rebote aquí) como por contagio epidémico entre las mujeres repentinamente quejosas y los medios de comunicación populacheros, que por lo visto son todos. Las empresas de cine simulan escandalizarse de lo que ha sido toda su historia y expulsan a sus jefes, los canales de televisión despiden a sus presentadores, el Congreso investiga a sus miembros. Es verdad que los norteamericanos han sido siempre particularmente quisquillosos en lo político con los asuntos del sexo: en parte por convicción puritana y en parte –la mayor parte– por oportunismo populista. Pero esto de ahora supera incluso la tormenta de pudibundería que estalló cuando se descubrió que el presidente Clinton se hacía chupar –pero sin inhalar, como él mismo cuando fumaba marihuana– por una becaria en el Despacho Oval de la Casa Blanca.

Dieciséis mujeres, y ya deben ser más, están acusando a Donald Trump de abusos sexuales porque alguna vez les tocó el culo o les pellizcó una teta: grosería, sí, pero no hay que confundir la vulgaridad con el abuso sexual, que es una cosa grave. No hay que equiparar un manoseo con una violación. ¿Van a tumbar al presidente de los Estados Unidos por haberse jactado de que muchas mujeres, al saberlo rico y famoso, se dejaban “agarrar por el coño”, lo cual sin duda es cierto? El presidente de los Estados Unidos merece ser destituido por motivos más importantes que la falta de decoro sexual: por genocidio, por ejemplo. Pero es que los abusos sexuales de los que se le acusa ni siquiera son eso: son simple grosería y matonería. Y por grosero y matón lo eligieron sus votantes. Para saber quién era Donald Trump bastaba con verlo amenazar físicamente a Hillary Clinton con la cercanía descomunal de su corpachón de 120 kilos en los debates televisados de las elecciones de hace un año. O bastaba con verles la cara a sus mujeres, las más cercanas, las madres de sus hijos.

Porque en la escandalera actual nadie está hablando de verdaderas violaciones. “Me pidió que le hiciera un masaje”, se queja una actriz del productor de su película. Una secretaria denuncia a un ministro inglés porque le cogió la rodilla por debajo del mantel, sentados a la mesa. Una reina de belleza protesta porque un multimillonario le trató de dar a la fuerza un beso ¡en la boca! ¿En dónde, si no? Convertido en presidente, ese mismo personaje no se decidió a besar en la boca a la severa primera ministra del Reino Unido que le rendía visita, pero le dio unas protectoras palmaditas en el dorso de la mano: más patriarcales y machistas que lo que hubiera podido ser un descarado manotazo al coño. Y a la mujer del presidente de Francia le dio la vuelta con la mirada con cierta lascivia, como diciendo: “Ah, una francesita”.

Pero no hay que exagerar. Proponer un masaje puede ser de mal gusto, pero no es una agresión sexual. Coger una rodilla por debajo de la mesa puede ser de mala educación, pero no es un acoso machista (ni feminista). Tratar de dar un beso en la boca sin haber sido invitado puede ser una impertinencia, pero no es un empalamiento. Palmotear una mano, echar una mirada libidinosa, no son actitudes criminales. Hay que guardar las proporciones. Eso es lo normal: como las danzas nupciales que hacen algunos pájaros.

Que eso sea lo habitual, dicen, lo normal, es justamente lo que agrava el asunto, porque revela la existencia de una cultura patriarcal y machista en la sociedad contemporánea. Sí. Pero lo que agrava el asunto es la confusión entre unas cosas y otras.

Es malo confundir esas cosas con el verdadero abuso sexual, porque esa asimilación banaliza y disculpa este. Pretender que toda propuesta sexual es indecente, que toda insinuación sexual es inaceptable, que toda mirada de intención sexual es condenable, que todo piropo de índole sexual es criminal, conduce a la desaparición de las relaciones amorosas, y sí, sexuales, entre los varios sexos. Si así fuera, y para poner ejemplos locales, lejanos de Hollywood y de Washington, ni el exprocurador Alejandro Ordóñez hubiera tenido hijas, ni la candidata presidencial Claudia López hubiera tenido novias. Y no habrían nacido Tom y Jerry, los alegres retoños del expresidente Álvaro Uribe.

(Nota: tienen razón quienes me reprochan no ser capaz de escribir nada sin empezar o terminar por ese perjudicial señor Uribe).
Si he sido crudo, pido excusas. No es un crimen.

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