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Guerrilla en Bogotá, una historia clandestina

En una conferencia Vera Grabe afirmó: “Yo no entré a la guerra, sino a la revolución”. La frase es provocadora, pues implica pensar en una guerrilla sin tiros y sin bombas.

Semana.Com
3 de diciembre de 2019

En una conferencia Vera Grabe afirmó: “Yo no entré a la guerra, sino a la revolución”. La frase es provocadora, pues implica pensar en una guerrilla sin tiros y sin bombas. ¿Entonces que queda? La clandestinidad, existencias marcadas por la construcción permanente de nuevas identidades, el compromiso con ciertas causas y la renuncia a otras.

Sin embargo, la clandestinidad no es como muchos la imaginan, no se trata de personas que viven bajo tierra y que salen cuando las luces se apagan. Hay quienes siguen con su cotidianidad como si nada hubiera cambiado: duermen cada noche en sus casas y conservan las mismas relaciones. Fabio, quien hizo parte del M-19, cuenta que las tareas y las acciones que hacía para el eme eran las clandestinas. Pues él, Fabio Mariño, seguía con sus rutinas y asistía cada fin de semana a las comidas familiares.  

Pero, cuando alguien se “quemaba”, cambiaba todo: no podía ir a los mismos sitios, ni frecuentar a la misma gente. Cuando Fabio se “quemó”, tuvo que pasar a una nueva fase de la clandestinidad: cambió de nombre y de casa, e incluso tenía un falso matrimonio que le servía como fachada. Su vida era como la de muchos bogotanos de clase media popular: salía temprano a trabajar y regresaba en las primeras horas de la noche. A veces, debido a su militancia, se ausentaba algunas semanas y volvía para retomar su rutina.

Fabio había adquirido la costumbre de llamar a casa de sus padres o de algún familiar para informarles sobre sus periodos de ausencia. Entonces, caminaba por distintas partes de la ciudad buscando una cabina pública de Telecom y observaba su entorno para cerciorarse de que fuera un espacio seguro. Después, hacía la fila y marcaba.

Uno de los días de llamada por cabina Fabio llevaba un libro de cuentos de García Márquez, lo usaba para fingir que leía mientras observaba. Todo estaba en orden, pero la fila avanzaba despacio. Esa tarde no pudo hacer la llamada a su casa. Eran las 5:15 y debía estar en otro punto de la ciudad a las 6:00. Cerró el libro y caminó hasta el punto de encuentro. Comenzó a ordenar las instrucciones de la tarea, apretó con fuerza el libro y aceleró el paso.

Tres semanas después regresó a Bogotá. Llevaba más de un mes sin comunicarse con sus familiares,  quería llamarlos para darles tranquilidad. Identificó una cabina segura, hizo la fila y llamó. Tuvo una conversación confusa con su cuñada y no lograba comprender lo que  ella quería decirle.

– ¿Murió mamá? –preguntó Fabio.

– Sí –dijo la voz del otro lado de la línea. 

El día de su muerte coincidió con el día en el que Fabio no logró hacer aquella llamada. Quiso ir a casa de sus padres, pero no lo hizo; sabía que pondría en riesgo a su familia. Caminó al lugar en donde vivía clandestinamente y subió despacio las escaleras hasta el segundo piso. Al entrar al apartamento miró un instante a su compañera y siguió de largo. Guardó para sí mismo el dolor que sentía, pues el eme tenía una regla clara frente a la compartimentación de información: ningún militante podía hablar sobre su vida personal.

Ahí, bajo el umbral de la puerta y sin prender la luz, Fabio lloró en silencio la muerte de su madre, mientras buscaba en vano algún recuerdo de ella, en su vacía habitación de hombre clandestino.

(*)Politólogo, profesional en Estudios Literarios, Mg. Estudios Culturales. Actualmente coordinador del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá. Ha colaborado con distintos medios abordando temas de memoria histórica, conflicto armado, educación, discapacidad auditiva y literatura. En 2016 fue nominado al Premio Compartir al Maestro.

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