OPINIÓN
El caso de la perrita Canela
Allá donde proliferan sapos, lagartos y delfines, no soportan que un humilde cachorro los fiscalice
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Informa el diario El Tiempo que algunos miembros del Concejo de Bogotá quieren desterrar del recinto a Canela, una perrita adoptada hace tres meses por la bancada animalista que pernocta en la sede. Todo parece indicar que, en un momento de confusión, el animal mordió a una funcionaria y, desde entonces, los concejales del Distrito no soportan que alguien, aparte de ellos, se destaque por las mordidas.
La noticia no aclara si estamos hablando de una perra de La U o del Partido Liberal. Lo único que advierte es que la directora administrativa del Concejo lidera la expulsión de la mascota, pese a que, como anotaba un ambientalista, “ya se encuentra bañada, esterilizada y libre de enfermedades”. Hablo, naturalmente, de Canela.
A mí me parece que en este asunto de la perra hay gato encerrado. A diferencia de la mayoría de cabildantes, Canela asiste sin falta a todas las sesiones, hace sus necesidades por fuera de las ordenanzas y tiene más dientes que el exconcejal embolador. Y eso, justamente, es lo que le están cobrando.
El punto es que quieren sacar a Canela porque los concejales aman a los micos pero no a los canes. En un lugar donde proliferan sapos, lagartos y delfines, no soportan que exista un humilde cachorro sin pedigrí que los fiscalice. Canela es una perra limpia, que no se ha untado con el escándalo de la contratación. Ni siquiera es del Polo. Y le tienen celos profesionales porque maneja los asuntos de gobierno como Orlando Parada, como Antonio Sanguino: con las patas.
Está bien, sí: asustó a un funcionario público. Y tiene colmillos prominentes. Pero el procurador Ordóñez comparte idénticas características y a nadie se le ocurre remitirlo al centro de zoonosis: a lo sumo, al de Zoonazis.
Lo que sucede es que el Concejo bogotano es sinónimo de corrupción, y los escándalos de los concejales capitalinos distan de ser como los de doña Olvido Hormigos, aquella cabildante española de quien hace dos años filtraron un miserable video privado en que aparecía masturbándose. Ya quisiéramos nosotros que esos fueran los desafueros de nuestros gobernantes, que en esa materia se parecen a doña Olvido, únicamente, en que asignan los contratos a dedo.
Me gusta la gente que adopta mascotas abandonadas, y yo mismo he pensado en hacerlo con Pachito Santos. Es verdad que su versión parlante exaspera a algunos, pero a mí me conmueve. En declaraciones a María Isabel Rueda, por ejemplo, renegó de sus antiguos camaradas y dijo de sí mismo que él era el Luis Carlos Galán del uribismo. En adelante deberíamos llamarlo de esa manera: Pacho Galán. En especial porque, cada vez que habla, parece que hubiera pasado por una tanda de porros.
Digo que me gustan las personas que adoptan animales y por eso felicito a los concejales que recogieron a Canela y exijo a sus detractores que la respeten. La perrita se queda. La perrita no se toca (y en eso se diferencia de la concejala española). Se equivocan quienes quieren acudir a las vías de hecho en una ciudad que, de hecho, no tiene vías, para extraditar a una perra que ha llenado de dignidad a la corporación. Por lo menos sabe del CAN mucho más que el cabildo en pleno. Y se relame con este hueso de Alcaldía como pocos.
No la echen, pues, como un perro, porque además se trata de una perra. Y de una perra buena. Perras que dañan la imagen del Concejo, las del concejal de Chía, por ejemplo. Pero Canela es suavecita y obediente, como María Clara Name con los políticos tradicionales, y está dispuesta a colaborar con Bacatá cuando las circunstancias lo ameriten.
Pido, pues, que permitan que Canela se quede en el Concejo. Y que, a cambio, encierren en las perreras a los concejales. Pueden comenzar con el doctor Camacho Casado. Así no sepamos casado con quién.