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El voto nacional

Todos los votos, espurios como son, se trasladan. Físicamente, en buses, de un municipio a otro. O ideológicamente –es un decir– de un partido a otro.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
7 de diciembre de 2013

Lo que hace de la democracia colombiana una democracia de mentiras es el voto. El voto es la raíz, y está podrida. No hay en Colombia voto independiente, dictado por la libre voluntad o por la convicción política. Solo una estrecha franja, a la que llaman pleonásticamente ‘voto de opinión’ (el voto es la opinión, o debiera serlo), que se distribuye tal vez por partes iguales entre derecha, centro e izquierda; y otro tanto más que se refunde en el anonimato de la abstención. El resto, tres cuartas partes del voto nacional efectivo, está constituido por voto comprando, voto amarrado, y voto forzado por el miedo.

Voto comprado. Ahora que el memorioso expresidente Andrés Pastrana recuerda por fin quién le dio los narcocasetes que mostraban la penetración de los dineros de la mafia en la campaña presidencial victoriosa de Ernesto Samper, y que el igualmente memorioso expresidente Gaviria recuerda a su vez por fin que esa penetración existió también en la campaña derrotada de Pastrana, es bueno recordarles a los desmemoriados que esos dineros ‘calientes’ no fueron los únicos que sirvieron para volarse los topes de gasto de las campañas: hubo también dineros ‘fríos’, o limpios. Dineros en exceso. Ganó el que tuvo más. En Colombia las elecciones se compran con dinero. ¿Más que en otras partes? Más que en otras partes.

Voto amarrado. Es el de la maquinaria del clientelismo: un cupo en el Sena, un rollo de alambre, la promesa de un acueducto veredal. Y voto del miedo: el que brota del cañón del fusil de los paramilitares y de los guerrilleros. ‘Atípicos’, los llaman los politólogos. Es como llamar ‘atípicos’ el plátano o la yuca porque no son maíz.

Todos esos votos, espurios como son, se trasladan. Físicamente, en buses, de un municipio a otro. O ideológicamente –es un decir– de un partido a otro. Porque no son votos de ideas, sino de interés: votos mercancía. Se pueden endosar, como si fueran cheques.

Dos ejemplos. Cuenta esta revista que las hijas de dos senadores condenados e inhabilitados por paramilitarismo, Javier Cáceres y Vicente Blel, acaban de ser cooptadas por el Partido Conservador e incluidas en sus listas con el propósito de sumar sus votos. ¿Son conservadoras estas dos candidatas? No se sabe. No importa. Se sabe, y eso es lo que importa, que son dueñas de los votos de sus padres, que tampoco eran conservadores, ni importaba: Cáceres fue del Polo y luego de Cambio Radical; Blel, del Partido Liberal. Y ambos salieron elegidos con los votos del paramilitarismo: votos del miedo.

De esos votos comprados, amarrados o amedrentados están hechas las maquinarias políticas locales de los caciques; con ellos se ganan o se pierden las elecciones en Colombia (sin tomar en cuenta el fraude electoral propiamente dicho). Pero ni los que las ganan ni los que las pierden piensan que esa aberración deba cambiar. No les parece que sea una aberración, sino el flujo natural de la política, que es el del engaño al elector.

Antanas Mockus, por ejemplo, que se pone a sí mismo como modelo de virtud, y lleva ya no sé cuántas décadas practicando la politiquería presentada como antipolítica, en cada una de sus reiteradas candidaturas (a la Alcaldía de Bogotá o a la Presidencia) se presenta bajo un disfraz distinto. Empezó como ‘independiente’, asesorado por el entonces parlamentario del Polo Gustavo Petro. Pasó a ser conservador, con Noemí Sanín. Se vistió de ‘visionario’, con unos ‘gorros de pensar’ tomados de la historieta cómica de Calvin y Hobbes.


De lituano que era, se hizo indio americano para candidatizarse por la Alianza Social Indígena. Luego se convirtió en ‘verde’, en compañía del fajardista Fajardo, el uribista Peñalosa y el expolista Lucho Garzón, hoy santista de mermelada. Y ahora regresa a la Alianza Indígena, que entre tanto ha dejado de ser ‘indígena’ para llamarse ’independiente’. Como al principio. Y así otros. Y así todos: ¿acaso no era Álvaro Uribe liberal samperista? ¿Y no está Juan Manuel Santos, después de recorrer medio horizonte, a punto de travestirse otra vez en liberal?

Tal vez la madre, la Eva mitocondrial de este generalizado oportunismo electorero haya sido ese santón embalsamado de la política tradicional colombiana a quien se tiene por paradigma de la reciedumbre de carácter: el finado Álvaro Gómez Hurtado, autodesignado guardián de la pura doctrina, que presentó su propia candidatura presidencial cuatro veces por cuatro partidos distintos, cada vez con un nombre cambiado –Gómez, Álvaro-Álvaro, etcétera– y bajo una bandera diferente, todas ellas diseñadas por él mismo: azul con cruz potenzada, de cuadritos como la de una carrera de automóviles, de colorines como la que años después, ya difunto, le robó el movimiento LGBTI. 

Y solo ganó las elecciones cuando, derrotado como conservador, se resignó a cogobernar con López Michelsen, quien había sido elegido como liberal antifrentenacionalista pero prefirió gobernar como frentenacionalista antiliberal.

Porque en Colombia se sabe de dónde viene el voto, pero no se sabe para dónde va.

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