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El éxodo venezolano

La migración venezolana nos impone un reto gigantesco que, hasta ahora, hemos afrontado con encomiable solidaridad ciudadana y eficiencia de las autoridades. Los impactos a largo plazo no son claros.

Jorge Humberto Botero
2 de mayo de 2019

Colombia no ha sido un país abierto a los extranjeros. En las primeras décadas del siglo pasado recibimos, en ciertas regiones de la costa atlántica, migrantes venidos de Oriente Medio: sirios, libaneses y palestinos; después de la guerra civil española, llegaron unos cuantos exiliados republicanos, y poco antes de la Segunda Guerra Mundial, recibimos familias judías en número reducido. Estos migrantes se ubicaron en ciertas poblaciones de la Costa Caribe, como Sincelejo y Lorica, y en Barranquilla, nuestra única ciudad verdaderamente cosmopolita. Antes del comienzo del éxodo, los extranjeros no superaban el 0.3% de la población total de Colombia, el promedio mundial es 10 veces mayor.   

Desde que se agudizó la crisis han llegado, y permanecen en nuestro territorio, algo así como 1.2 millones de venezolanos. Este es el flujo migratorio de mayor envergadura de que se tenga noticia en América Latina si se tiene en cuenta tanto el volumen de migrantes como la velocidad del proceso. Argentina recibió sin traumatismos, en las primeras décadas del siglo pasado, flujos migratorios venidos prinicipalmente de Italia y España; esas nuevas poblaciones contribuyeron al auge económico que convirtió a ese país en la novena economía del mundo poco antes del estallido de la conflagración planetaria iniciada en 1939. Efectos positivos semejantes se registraron durante la primera mitad de la centuria pasada en Brasil, Chile y Perú, que han asimilado gentes provenientes de Alemania, China y Japón, al igual que de los países ya mencionados.

El caso de los Estados Unidos es, en este campo, paradigmático como bien lo simboliza la Estatua de la Libertad que sirve de pórtico al puerto de Nueva York. El auge extraordinario de este país, en especial de su costa este, depende de los flujos migratorios irlandeses, rusos, polacos, judíos e italianos, y por supuesto, hispanos, que han tenido lugar desde los albores del pasado siglo. Esa amplia simbiosis de culturas explica que para muchos la gran manzana sea la capital del mundo.    

La situación que afrontamos es bastante más compleja por los factores de volumen y celeridad ya mencionados; también, porque, así caiga el régimen de espanto que controla a Venezuela, los daños económicos y sociales causados son de tal magnitud que tomará décadas revertirlos. En los seis años de Maduro el ingreso per cápita de los venezolanos cayó a la mitad, un retroceso de setenta y tres años. Mientras en 2014 la tasa de pobreza era de 48%, hoy es del 90%. Las penurias actuales implican que la población adulta está perdiendo peso en proporciones alarmantes y que la mortalidad infantil sea gigantesca. Por este motivo muchos migrantes venezolanos se quedarán para siempre en Colombia.

Como una proporción importante de los venezolanos que ha arribado se encuentra en edad de trabajar, y su urgencia no es mejorar su educación sino ganarse la vida, el conjunto de ellos incrementa la población económicamente activa. Si logramos que esa disponibilidad se convierta en trabajo, como ya está sucediendo así sea en precarias condiciones, el resultado sería un mayor crecimiento económico. Para que así acontezca, habrá que tener una política de visas de trabajo que implique, de un lado, la apertura del empleo formal a los migrantes, pero, del otro, la necesidad de evitar una guerra con trabajadores colombianos de baja calificación. Un conflicto potencial nada fácil de arbitrar.

Hacia el futuro es necesaria, en beneficio de todos los asalariados, la prudencia que este año no se tuvo con el incremento del salario mínimo. El aumento del desempleo que ahora se registra tiene una explicación obvia: si los salarios suben al margen de las ganancias en productividad, y, al mismo tiempo, disminuye el costo de capital como consecuencia de las menores cargas tributarias a las sociedades, la tendencia de los empresarios será sustituir, cuando sea racional hacerlo, empleados por máquinas. Así progresa el mundo desde la revolución industrial en el siglo XVIII.

La circularidad virtuosa que se busca para convertir la mano de obra venezolana en factor de crecimiento requiere un incremento sustancial del gasto público que Fedesarrollo estima entre $1.8 y $4.1 billones anuales, en función de si se estabilizan o no los flujos fronterizos. Esos recursos estarán destinados a salud, atención de la primera infancia, educación, programas de mitigación de la pobreza y vivienda. No son cifras pequeñas. Para atenderlas se han flexibilizado, por segunda vez en un corto lapso, los compromisos de déficit fiscal. Aunque esa medida haya sido acertada, no cabe duda de que ya agotamos esa posibilidad para las contingencias fiscales que puedan surgir durante los próximos años. Nuevas elasticidades harían quedar a nuestras autoridades como el pastorcito mentiroso. La calificación de la deuda pública en los mercados externos es un activo valioso que no podemos permitir que se deteriore.

Briznas poéticas. Roberto Juarroz, gran poeta argentino, su asombro frente a lo que sucede: “En las entrañas del verano, / como una fibra más clara, / repercute la voz del heladero. / No es la infancia que vuelve. / No es algo de dios que se ha vestido de blanco. / No es una luna en el día. / Es solo lo posible / que nos demuestra su existencia”.

 

 

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