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Construir Estado barato para unir a Colombia

"Lo importante no es si la fuerza pública puede llegar a donde quiera para hacer la guerra, lo principal es saber si el Estado puede funcionar en todas partes", dice Joaquín Villalobos, ex comandante del FMLN.

Semana
12 de febrero de 2006

Durante los años de la guerra en El Salvador, mi mayor preocupación en la preservación de la retaguardia estratégica de la guerrilla no eran las grandes operaciones militares que el Ejército lanzaba intentando recuperar el terreno, sino que en algún momento se resolvieran a construir una carretera que integrara toda la región norte al país. Las diferencias entre El Salvador y Colombia son muchas, pero las más notables son la extensión, la densidad de población y la presencia del Estado en el territorio. El Salvador es 57 veces más pequeño que Colombia, pero teniendo 315 habitantes por km², es nueve veces más densamente poblado. En Colombia hay lugares donde la autoridad del Estado ha estado ausente por décadas, mientras que el Estado salvadoreño, al comienzo de la guerra, era omnipresente con más de 150.000 paramilitares organizados en los barrios urbanos y los caseríos rurales.

En El Salvador no se puede caminar más de 20 minutos sin encontrar una casa, o dos horas sin encontrar una calle transitable por un vehículo, los cazabombarderos y los helicópteros tardaban minutos en llegar a cualquier lugar del territorio, en algunas ciudades las piezas de artillería disparaban a las posiciones guerrilleras sin salir de sus cuarteles y la señal en FM de la radio de la guerrilla se podía escuchar en la capital. Sin embargo, a pesar de que el Estado tenía exceso de autoridad, era deficitario en servicios y esto le permitió a la guerrilla ganar a la población y construir una retaguardia. Por ello, una carretera que integrara esas regiones al país podía cambiar la correlación estratégica de forma sustancial. No era lo mismo luchar contra el Estado representado por batallones que cometían masacres, que enfrentarlo ejecutando programas económicos y sociales, y esa carretera era más barata que lo que gastaron en la guerra.  

La reflexión anterior nos ubica en la debilidad del Estado en la dominación del territorio como el corazón del conflicto colombiano y nos conduce a las preguntas fundamentales de la pacificación: ¿Puede el Estado ejercer su autoridad de forma permanente en toda Colombia? y ¿Es eso financiera, social y políticamente posible? La persistente discusión sobre si hay o no conflicto no está conectada con cuán justas o injustas son las motivaciones de los grupos armados ilegales, sino con qué tan fuerte es el Estado en la Colombia rural profunda. Es la debilidad del Estado y no las ideologías o el narcotráfico lo que provoca el nacimiento de grupos armados y formas de poder alternativo al gobierno. Obviamente, en Bogotá y en las zonas más vitales del país no hay guerra, pero existen lugares donde el conflicto es una realidad indiscutible. Hay que destacar que lo importante no es si la fuerza pública puede llegar a donde quiera para hacer la guerra, lo principal es saber si el Estado puede funcionar en todas partes.  

Colombia está viviendo simultáneamente una negociación con ELN, la desmovilización de los paramilitares, la guerra con las Farc, los esfuerzos de reconciliación y todo esto en medio de la proximidad de unas elecciones presidenciales. Los tres primeros procesos, aun y cuando en algunos lugares se crucen, tienen localizaciones territoriales distintas que se corresponden con diferentes capacidades del Estado de ejercer su autoridad. Así, mientras las elecciones y las características de lo que se ha llamado reparación y justicia dependen fundamentalmente de las regiones donde la autoridad del Estado es indiscutible, los otros procesos dependen de correlaciones de fuerzas en el nivel local. No fue casual que la primera negociación exitosa se produjera con el M-19, un grupo predominantemente urbano, cuya naturaleza política ha quedado comprobada con sus aportes actuales a la democracia. Pero, por ello mismo, las decisiones sobre reparación y justicia amenazan con ser muy complicadas, ya que mantendrán en permanente conflicto la institucionalidad y los compromisos internacionales de la Colombia bogotana, con la realidad de lo que es posible en la Colombia rural profunda.

La ofensiva militar y política lanzada por el Estado colombiano contra los grupos armados, ya sean guerrillas, paramilitares o narcotraficantes, desde el gobierno del presidente Gaviria hasta el presidente Uribe, ha construido la correlación de fuerzas actual, mejorando sustancialmente la autoridad del Estado. Ahora éste en unos lugares desmoviliza, en otros negocia y en otros mantiene la presión militar haciendo la guerra. Es prácticamente imposible que esa correlación la reviertan las Farc, por muy importantes que parezcan sus esporádicos contragolpes. La amenaza principal no son las emboscadas o las vacas que se roban las Farc. La amenaza principal es que los escenarios frágiles de correlación local que están permitiendo la desmovilización, la negociación y el aseguramiento social y político de las zonas rurales se descompongan y reciclen la violencia. En poco tiempo, el número de combatientes desmovilizados o en cese de fuego será muy superior al de los grupos que siguen en guerra y esto no es sólo una victoria, es también otra amenaza. Por ello es que el problema fundamental ya no es militar, aun y cuando esto siga siendo importante. La ocupación del terreno está hecha, ahora se debe consolidar el territorio y esto requiere más imaginación política que fuerza.     

En El Salvador los acuerdos de paz se pudieron implementar porque se correspondían con un escenario militar, político y social de carácter nacional, las partes contendientes eran sólo dos y estaban claramente definidas, no había droga de por medio y las demandas políticas de los alzados eran indiscutiblemente justas. Pero esa no es la realidad de Colombia y el sólo hecho de que el posconflicto y el conflicto están ocurriendo al mismo tiempo ya crea complicaciones que se convierten en oportunidades para el reciclamiento de la violencia. Si la violencia se ha reciclado en El Salvador a pesar de que éste fue pacificado de forma exitosa, los riesgos para Colombia se deben considerar mayores. El Salvador es ahora el segundo país en América Latina con más homicidios por habitante. Fue de mis amigos colombianos que yo aprendí que "la violencia, una vez echa raíces, tiene vida propia".          

Todo lo anterior nos lleva a preguntarnos: ¿Cómo, con qué y con quiénes se puede construir Estado barato en el nivel local? decimos barato no por desprecio, sino por realismo. En El Salvador los gobiernos militares nunca hicieron la carretera longitudinal del norte, porque eran ignorantes, torpes y creían más en la fuerza que en la inteligencia, pero la carretera se pudo construir. Colombia, por el contrario, es demasiado grande y no es financieramente posible integrarla con obras de infraestructura o inversiones económicas y sociales. La Fuerza Pública está realizando con éxito su labor de contención y disuasión, pero la consolidación del terreno no depende de ella y, aun y cuando arrestara a la dirección de las Farc, el problema persistiría.

En El Salvador, la guerrilla implementó en las zonas bajo su control programas de educación popular con los cuales, además de dar educación elemental a los niños, formaba maestros y administraba con los pobladores sus propias escuelas. Cuando se firmó la paz, este programa fue cooptado por el gobierno y continúa funcionando hasta la fecha. Si la Colombia bogotana intenta construir Estado en la Colombia rural profunda a partir de llevar los jueces, los policías, los soldados, los maestros, los médicos, los técnicos y los políticos, con seguridad enfrentará los mismos problemas que enfrenta una potencia ocupante en territorio extranjero, y tarde o temprano podría tener que salir de allí. Es difícil que los habitantes de las zonas críticas confíen en la capacidad del Estado para procurarles seguridad, justicia, servicios o una economía alternativa, y aquí no interesa saber si esas zonas son vitales para la macroeconomía, el punto es que multiplican la violencia. Con certeza existen lugares donde, a pesar de que la fuerza pública está presente y ha vencido militarmente, la correlación social no le es todavía favorable al Estado, por ello son correctas las afirmaciones de quienes hablan del riesgo de una paramilitarización de la política local, por ejemplo.     

El dilema es si el Estado será capaz de ganar a las fuerzas sociales locales para una institucionalidad democrática, o si las fuerzas negativas instrumentalizarán al Estado y abrirán la oportunidad a una violencia más fragmentada, sin reglas y más peligrosa que la actual. ¿Quién coopta a quién? es el dilema. Es aquí donde la imaginación se convierte en el arma más poderosa de la pacificación, y también donde la rigidez institucional de la Colombia bogotana se puede convertir en el mayor obstáculo. Para el caso, no es posible pensar en el control territorial, si no se integra a miembros de los mismos grupos armados ilegales a la fuerza pública. La procuración de justicia, salud y educación requiere programas de autogestión basados en normativas que se correspondan con las realidades locales y que sean parte de un plan gradual para alcanzar una institucionalidad nacional más armónica. Las experiencias de las regiones controladas socialmente por comunidades indígenas que han rechazado a los grupos armados son un ejemplo de lo que puede ser una solución. En definitiva, estamos hablando de una política de organización y participación ciudadana en las zonas rurales en las que el conflicto o el posconflicto son lo dominante; hablamos de la construcción de una carretera social, política y económica que permita la integración y la unificación total de Colombia.  

*Oxford UK, octubre 2005
Esta columna fue escrita para la Fundación Ideas para la Paz