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Contra la pared

Con muros o sin muros, con costosas visas o sin ellas, los grandes tratantes de drogas, los capos de las bandas de apartamenteros y los cerebros de los golpes terroristas más visibles van a seguir llegando.

Semana
24 de junio de 2010

El llamado “muro de la vergüenza”, que pretende dividir buena parte de la frontera entre México y Estados Unidos, así como el construido entre las ciudades norafricanas españolas de Melilla y Ceuta y el territorio de Marruecos –por no mencionar el que afecta a los palestinos de Cisjordania, que se empezó a alzar en el 2002, durante el gobierno de Sharon, y que merecería una columna aparte porque tiene connotaciones adicionales-, no sólo plasman una idea filosóficamente absurda, sino también probadamente inútil. Los inmigrantes que llegan atravesando desiertos a pie o en balsas de goma a los países más desarrollados del planeta no son en su mayoría ladrones, terroristas o narcotraficantes, sino personas a las que se les han cerrado las puertas laborales en sus propios Estados y que arriesgan sus vidas en busca de un futuro más prometedor. Con muros o sin muros, con costosas visas o sin ellas, los grandes tratantes de drogas, los capos de las bandas de apartamenteros y los cerebros de los golpes terroristas más visibles van a seguir llegando. Estos ostentosos refuerzos fronterizos afectan en general a los más vulnerables, que reciben lo peor de los dos mundos.

Alrededor del tema de la migración se han oído argumentos de uno y otro lado. Que sin el trabajo de los inmigrantes esos países no habrían podido desarrollarse como lo han hecho, porque constituyen una mano de obra invaluable. Y que los habitantes de las naciones del Primer Mundo han obtenido sus beneficios sociales a costa de grandes luchas y por lo tanto es justo que se favorezcan de éstos los que tienen la ciudadanía y no todo el que vaya llegando. Ambos pueden ser ciertos, como también lo es que en la construcción de los países del norte intervino, en forma de mano de obra barata y de proveedora de recursos naturales, la figura de las colonias y que cuando fueron obligados a descolonizar esos territorios no sólo no dejaron clases sociales educadas ni políticamente capaces para tomar las riendas de sus países, sino que además, de haber sido posible, se habrían llevado hasta las carreteras. Lo que vemos hoy es una colonización a la inversa, con caminantes y buscadores de oportunidades en el sentido contrario, pero en general con aspiraciones mucho más modestas.

Caer en el argumento de que todos los que se van son honrados es igual de absurdo que decir que todos los que se van son hampones. Pero la máxima injusticia es señalar que el hecho de no tener los papeles en regla convierte a estas personas en criminales. ¿Habrá algo más subjetivo que la justificación para detenerlos en Arizona, que es la “sospecha razonable”? En principio ser inmigrante no es fácil, como para que además lo apresen a uno por una mirada, el color de la piel o el hecho de estar recostado contra la pared, si según un policía éstos son indicios razonablemente sospechosos.

El reconocimiento de que la migración es una experiencia dura en general se puede ver plasmado en varios estudios sobre el tema, y sin necesidad de ese soporte, en las historias de amigos y familiares que todos tenemos en el exterior, aunque no todas las personas que emigran de un país experimentan las mismas carencias, básicamente porque no todas lo hacen en las mismas condiciones.

Un documento del médico catalán Josefa Achotegui, director del Servicio de Atención Psicopatológica y Psicosocial a los Inmigrantes y Refugiados del Hospital de Sant Pere Claver en Barcelona, se refiere a varios tipos de duelo que se presentan en los eventos migratorios. El primero es por los que se quedaron y en caso de haber dejado hijos pequeños o padres viejos, la sensación adicional es de culpa. También se da el duelo de la lengua, así se hable el mismo idioma en el lugar de acogida, porque los modismos, los tonos, el movimiento corporal que acompaña las palabras son distintos. Y el de la cultura, la forma de vestir, la alimentación, la manera como celebran las fiestas, así como la nostalgia de la tierra misma, de los paisajes y el clima al que se estaba acostumbrado, por no hablar del duelo derivado de la idea generalizada de las sociedades de llegada de que el inmigrante viene siempre de un lugar socialmente inferior. Todo lo anterior refuerza la sensación de exclusión que se tiene al arribar a un lugar y que muchas veces acompaña al inmigrante para siempre.

En suma, es difícil pensar que alguien que pueda lograr un tipo de vida digno para sí mismo y para su familia en su propio país se arriesgue voluntariamente a los peligros de viajar escondido en un barco o atravesar reptando debajo de una cerca eléctrica para ir a pasar trabajos a otro. Pienso que edificar muros para detener a estas personas es una política amarga y facilista, sin que la culpa de esta situación deje de recaer también en los Estados expulsores.