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Cortesía de Manuel Marulanda

Mientras que en varios países de América Latina florecen los movimientos populares y los gobiernos socialistas, Colombia sigue engrampada con las Farc.

Semana
7 de octubre de 2006

“Lo que no les perdono a las Farc es que se nos tiraran la revolución”, escuché a un amigo decir por estos días. Expresaba la frustración de muchas personas al ver que por obra y gracia de estas guerrillas, Colombia, al contrario de la mayoría de los países de América Latina, no ha podido consolidar un movimiento social democrático que exija la inclusión de las grandes mayorías en el progreso.

En México, los más pobres que quedaron por fuera de la fiesta de la expansión y modernización económica, encontraron en el PRD y en Andrés Manuel López Obrador un canal a través del cual expresan su descontento. “Sólo si el presidente electo Felipe Calderón entiende de lo que se trata esa fuerza, me dijo un periodista mexicano, y hace un gobierno agresivamente social, va a poder gobernar”.

En Venezuela, Chávez fue elevado a las alturas de autócrata, por la mayoría popular, que ahora, por fin, siente un gobierno propio. En Bolivia, los millones de pobres e indígenas llevaron –también mediante el voto democrático– al poder a Evo, uno de los suyos, para recuperar un país que los había dejado por fuera. En Brasil, Lula, el líder sindical y su campaña contra el hambre, interpretó el clamor de las favelas y, a pesar de los escándalos de corrupción, puede ser reelegido porque detrás pujan millones de desposeídos con la esperanza de que su gobierno los va a incluir en el Brasil rico y próspero. En Ecuador puntea en las encuestas un candidato que habla de que la política social sea el centro de la estrategia económica y no apenas “la ambulancia para recoger sus heridos”. En Perú, de no ser por el oscuro pasado de Ollanta Humala y sus veleidades fascistas, los paupérrimos de las sierras y los tugurios se hubieran podido alzar con la presidencia. Y en Chile el Partido Socialista de Allende volvió a La Moneda, sin violencia alguna, de la mano de una mujer divorciada, Michelle Bachelet, a nombre de quienes aún no se benefician del milagro económico.

En Colombia, sin embargo, no hay ni Amlo, ni Evo, ni Chávez, ni Lula, ni Bachelet. Aquí estamos atascados con las Farc. Son unos miles de campesinos, cuya capacidad de fuego y crueldad, supera con creces su inteligencia. Los valores que practican en sus filas o en los pueblos que aún dominan son los mismos que caracterizaron al brutal Stalin: el individuo no importa, se sacrifica al que sea, y en la forma más perversa posible, para salvar la entelequia de la revolución. Se mata a los individuos pobres, a nombre de los pobres en abstracto.

Las Farc no entienden valores democráticos contemporáneos, esos que precisamente han permitido el florecimiento de los movimientos de transformación social en América Latina. Tampoco comparten los principios universales del respeto por los derechos humanos, ni por las minorías vulnerables, como los niños o las comunidades indígenas, ni la libertad de pensamiento. Son archiconservadoras. “Reaccionarias, dijo un caqueteño, porque el que no comparta sus ideas no puede vivir”.

Además, las Farc han ejercido su gesta con tal ferocidad, que despojaron de todo idealismo lo que pudiera haber quedado de romántico de la vieja revolución del Che. ¿Cuál idealismo puede haber en mantener a 58 personas de rehenes, como esclavas, enfermos, famélicos, y torturar durante años a sus familiares? ¿Qué sueño puede quedar después de haber perdido toda ética guerrera?

Hay otra cuenta de cobro para las Farc: al hundirse en el narcotráfico, condujeron a que el gobierno confundiera conflicto armado con la criminalidad, al punto de conseguir que un Presidente declarara, sin ponerse colorado, que aquí no hay guerra. Con la confusión, llegó el Tío Sam, que venía a fumigar matas de coca, pero terminó metido en el conflicto interno colombiano, con asesores, radares, espías y hasta secuestrados. Cortesía de don Manuel Marulanda.

Pero quizás el peor daño que le han hecho a Colombia las Farc ha sido la reacción que produjeron. Sembraron tanto odio que floreció el monstruo de cien caras del paramilitarismo, que como el ser mitológico, cada vez que le corta una cabeza, aparecen dos nuevas. Tornaron a la clase dirigente asustadiza y aún más tacaña en el cambio social. Les dieron razones de más a los gobiernos para invertir a chorros en balas y fusiles, pero cuando se trate de cuadernos y pupitres, saquen el gotero.

Sin duda, en Colombia también la izquierda democrática ha tenido sus éxitos, pero con tremendos sacrificios. Atacados por las guerrillas por traidores, y, del otro lado, el Estado mirándolos de soslayo. Aquí los de izquierda, los movimientos campesinos, sindicales e indígenas tienen que vivir siempre deslindándose de la opción armada, dando explicaciones. El establecimiento adivina un guerrillero camuflado detrás de cada protesta social. Si las Farc no existieran, esas marchas callejeras, esas demandas ciudadanas, esas exigencias sindicales, hubieran podido prosperar sin estar bajo sospecha. Y los políticos se hubieran acostumbrado a escucharlas con atención, y cumplir con su deber, sin necesidad de que los fuerce un fusil en la nuca. Hasta el gobierno de Uribe, que dijo que iba a escuchar primero al ciudadano de a pie, aplastó con saña las marchas campesinas del Cauca, pero cede y concede a cada pataleta paramilitar y ya anuncia que, al igual que Pastrana, se sentará con ‘Tirofijo’ a manteles. El chantaje armado lo ha doblegado, y con él a los colombianos que volvemos a aplaudir una nueva ronda de diálogos con las Farc.

Negociar con las Farc (o con los paras) la paz colombiana es como pretender acabar el paludismo negociando con el mosquito anofeles. La paz hay que hacerla primero con las grandes mayorías sociales. Pero se necesita un gobierno que entienda esto y lo emprenda de verdad. Sólo entonces las Farc se percatarán de cuán a la retaguardia de la sociedad están, cuánto han retardado el cambio social, cuánto han contribuido al autoritarismo oficial, la cerrazón ideológica y a la dependencia del imperio. Tenía razón el amigo, las Farc, definitivamente, se nos han tirado la revolución.


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