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CUANDO SE LE VIENE A UNO EL MUNDO ENCIMA

Después de muchas horas de preparación, entre tranquilas y nerviosas nos lanzamos al agua.

Semana
20 de junio de 1994

LA COLOMBIANA MARIA DEL ROSARIO Casas de Ames descubrió un buen día, después de ocho años de casada, que su marido, a quien creía cerebro de la CIA, era, en realidad, un espía ruso. Existía la alternativa de denunciar al hombre de su vida, padre de su hijo, protector de su madre, núcleo de una vida familiar estable, feliz y duradera que es una de las metas de todo ser humano en el planeta. La otra alternativa debía ser la de callar, intentar retirarlo del negocio, y rogarle a Dios todas las noches, que nadie lo descubriera antes de que lograra sacarlo de esa película de pesadilla. Escogió la segunda, y se le vino el mundo encima.
No habrían de pasar muchos días antes de sentir la misma sensación, esta vez en carne propia. Todo comenzó por una idea traviesa, por decirlo de alguna manera. Hace tres meses llamé a mi compañero periodístico de antaño, Yamid Amat, y le propuse que en lugar de andar peleándonos los ratings de sintonía, uniéramos nuestras franjas y organizáramos el gran debate de los candidatos presidenciales.
Previendo que, como era lógico por sus bajas encuestas, Antonio Navarro no podía ser invitado pero iba a sentirse de todas maneras excluido, lo llamé personalmente en la noche del jueves. Le expliqué por qué no lo invitábamos al debate, aunque a la democracia le conviniera que lo hiciéramos. A cambio de ello, en nombre de María Elvira y mío, lo invité el viernes para que durante 15 minutos, en directo, le hiciera el debate al debate.
María Elvira y yo, poco duchas en materia económica, nos preparamos durante dos días concienzudamente sobre los temas que más le importan al país. Elaboramos un cuestionario de casi 40 preguntas. Sólo lo conocimos las dos.
Después de muchas horas de preparación, entre tranquilas y nerviosas, entre orgullosas y muy maquilladas, nos lanzamos al agua, convencidas de que hacíamos historia, al haber logrado el primer debate presidencial en directo por televisión.
A mí, personalmente, de ahí en adelante se me vino el mundo encima.
La directora de un noticiero en el que yo trabajé trató de impedir hasta última hora la realización del debate acusándome de ser, según el director de la campaña samperista, Fernando Botero, algo que a mi mamá la tiene en la cama. El domingo, en las páginas editoriales de El Tiempo, se nos acusó, sin posibilidades de defensa, de haber favorecido a un candidato. Inmediatamente el director del diario la Prensa, Juan Carlos Pastrana, nos acusó de haber entregado el cuestionario a Samper. Nuestros colegas de otros noticieros comenzaron a dar declaraciones a diestra y siniestra, demeritando un debate (que había sido organizado en dos días por precipitación de los propios candidatos), por desordenado. En defensa de nuestra honestidad, los tres periodistas escribimos y firmamos una carta que, quizá por la avalancha de acusaciones de directivos y columnistas de El Tiempo, nos llevó a tratar a nuestro amigo y jefe de redacción de ese diario, Francisco Santos. uno de nuestros acusadores. con una dureza impropia de nuestra estatura espiritual. En ello colaboró el hecho de que yo, viendo televisión con mi hijo de 10 años el domingo por la noche, fui incapaz de explicarle por qué me estaban insultando por el noticiero TV Hoy, con ayuda del testimonio de Pacho, por cuenta de un debate que horas antes tenía a mi hijo convencido de que su mamá era un gigante. El jueves por la mañana una columna de Enrique Santos nos notificó que la información dada por QAP sobre el debate de El Tiempo había sido una porquería, y que habíamos insultado a uno de los hombres que más quiero, que más admiro y en cuya compañía me siento más cómoda, por toda la alegría de debatir que me suscita: Hernando Santos Castillo. El jueves por la tarde, a la misma hora en la que le celebraba a mi hijo menor su cumpleaños de siete años, en media de una piñata y unas bombas que se reventaban periódicamente, y 22 pequeños monstruos que subían y bajaban por las lámparas y las ventanas, recibí una carta de Rafael Santos, subdirector de El Tiempo, que me hirió hasta el fondo del alma. El viernes por la mañana gasté medio día explicando en un juzgado, por una tutela de Navarro Wolf, por qué no participó en el debate y tratando de recordar cuántas veces se le ha entrevistado por QAP. Todavía, por el mismo tema, estoy citada a otros tres juzgados, para la semana entrante.
En el interregno, María Elvira y yo hemos meditado mucho sobre cuál fue nuestro error. La conclusión es que ninguno de los tres periodistas podíamos quedar bien en este debate. Si hubiéramos interrumpido a los candidatos cuando estaban agarrados, se nos habría acusado de no dejarlos hablar. En el mejor de los casos los hubiéramos callado, y el debate habría sido acartonado, artificial y aburrido. Los colombianos habrían apagado el televisor. Si no hubiéramos concretado a Pastrana, se nos habría acusado de pastranistas. Como lo concretamos, se nos acusó de samperistas. Si no lo concretamos, nos acusan de malos periodistas. Si las inconsistencias, y por consiguiente, nuestra insistencia de concreción, se hubieran dirigido a Samper, habríamos sido acusados de ser aún más pastranistas. Si no nos defendemos de las acusaciones de parcialidad, éstas habrían hecho curso. Como nos defendimos, exageramos, y somos mala gente.
Es como a María del Rosario Ames, cuando descubrió que su esposo era un espía. A mí, el día después del debate, se me vino el mundo encima, y todavía no sé por qué. -

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