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CULPABLE: LA DEMOCRACIA

Seamos realistas: no existe un sólo lugar del mundo donde no cueste plata la democracia.

Semana
4 de mayo de 1992

CUANDO MEDIO ESTAMENTO POLITICO y un cuarto del Gobierno están a punto de entrar a la cárcel por la utilización indebida de los auxilios parlamentarios, algo, que no puede mirarse solamente desde el punto de vista jurídico, anda mal.
En todo el análisis de lo que ha sucedido desde que el alcalde de Bogotá fue detenido por orden de un juez, ha faltado el enfoque político, que colocaría las cosas bajo una lente distinta. Y al hacerlo lo primero que se descubre es que nuestra democracia lleva casi 50 años subsistiendo por cuenta de los llamados auxilios, lo que independientemente de ser bueno, o de ser malo, es una verdad de a puño que no podemos negar y que, desde luego, tiene un peso específico sobre toda esta controversia.
Dicho de otra manera, varios de los actuales concejales de Bogotá probablemente van a correr con las misma suerte del alcalde Caicedo, cuando se confirme por parte del juez lo que ya todo el país sabe: que de los 1.680 millones, una mínima parte se invirtió en lo que el texto de la ley suponía que se debía invertir, es decir, en obras benéficas. Lo demás se fue en financiar campañas políticas, o, lo que es peor, en el enriquecimiento personal de algunos concejales.
No podemos ser tan mojigatos como para negar que en toda esa vocación hacia la democracia que nos caracteriza a los colombianos necesariamente tienen que estar involucrados los elementos que le han servido de soporte. Uno de ellos, por no decir que uno de los principales, ha sido el dinero con el que se han sufragado las campañas proselitistas, en un país donde no ha existido la financiación pública de la actividad política. Todos, en mayor o menor grado, hemos votado en Colombia por candidatos que han hecho campañas pagadas con auxilios, porque hasta que llegó la Constitución de 1991 y los prohibió, los auxilios eran una forma de financiación política escondida que el Estado colombiano proporcionaba.
Lo que intento decir con ello es que si fuera factible, la primera que debería ir a la cárcel sería nuestra democracia, que hasta ahora ha existido gracias a que los auxilios han existido. Por eso, si tenemos que hacer diagnósticos realistas sobre la situación que tiene en este momento a nuestra clase política ad portas de la cárcel, habría que comenzar por juzgar el sistema, que ha tolerado que el dinero de los llamados auxilios haya sido gobernado por una curiosa dicotomía: la de que la ley los destine a un propósito determinado, y la práctica, a otro.
Desde luego que produce repugnancia pensar que sumas millonarias que se destinan a propósitos como otorgar becas escolares, construir escuelas o acueductos, habilitar niños sordos o proporcionarles morada a los ancianos terminen en los bolsillos de los políticos, bien para enriquecerse o bien para gastarlos en afiches, vallas, camisetas y desplazamientos políticos. De tiempo atrás hemos venido criticando, entre otras cosas, los excesos publicitarios que se co-meten en épocas electorales, que han encarecido de manera desproporcionada nuestras prácticas democráticas. Por cuenta de ello, las posibilidades de hacerse elegir en Colombia tienen como requisito principal que el aspirante tenga con qué costear su campaña, porque no hay otra manera de hacerse conocer en un país donde no está organizada la financiación pública de la actividad política.
No existe ningún lugar del mundo en el que no cueste la democracia. Y en Colombia, el costo de esa democracia se ha sufragado en buena medida con los famosos auxilios. Por eso la forma abrupta como los cortó la Constitución de 1991 no garantizaba simultáneamente que la democracia colombiana pudiera continuar subsistiendo sin ninguna otra fuente de recursos.
En parte, eso explica que se hubieran continuado pagando auxilios, inclusive con el sello oficial y la seguridad de que esas platas no se irían para obras de caridad. La revocatoria del mandato del viejo Congreso colocó al país frente a unas nuevas elecciones con las que ya no contaba, y sin el dinero con el que antes contaba.
Tan paradójica situación no puede analizarse sencillamente con la ley en la mano, sino con una apreciación política del problema que nos obliga a no tomar el fácil camino de rasgarnos las vestiduras mientras la mitad de nuestra clase política se va para la cárcel. -

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