Home

Opinión

Artículo

OPINIÓN

Guadalupe años sin cuenta

El asesinato de Guadalupe Salcedo –ejecutado de manera aleve como se demostraría años después– es la metáfora en la que podemos mirarnos hoy.

Daniel Coronell, Daniel Coronell
17 de septiembre de 2016

"Esta historia que contamos los invita pa´ que piensen que los tiempos del pasado se parecen al presente…”.

Todo empieza con la reconstrucción judicial del tiroteo en el que muere un exjefe guerrillero que había entregado las armas y se había reincorporado a la vida civil. Después de firmar la paz, Guadalupe Salcedo -antiguo comandante de las guerrillas liberales del llano- fue abatido en un operativo de las Fuerzas Armadas en el sur de Bogotá. La escena plantea dos hipótesis sobre la muerte del reinsertado: las Fuerzas Armadas declaran que fue “dado de baja” en una acción de legítima defensa porque Salcedo súbita e inexplicablemente abrió fuego contra la patrulla que se cruzó con el taxi que lo transportaba. El abogado de la parte civil sostiene, en cambio, que Guadalupe Salcedo fue acribillado a sangre fría mientras estaba desarmado y con las manos en alto.

La obra fue estrenada en 1975 por el Teatro La Candelaria y es considerada una pieza clásica de la dramaturgia colombiana.

Algunos de los que la concibieron ya han muerto. El enorme actor Pacho Martínez, quien encarnó al campesino tolimense Jerónimo Zambrano, el hombre que dejó su tierra buscando la paz en el llano y se encontró una violencia peor, falleció tranquilamente hace un año. Fernando Peñuela, convertido en cantor de joropos recios y magistral intérprete del cuatro gracias a la obra, nunca regresó de un ataque de tristeza.

El maestro Santiago García, el director de esa laureada creación colectiva, no ha vuelto a trabajar. Su ingenio sin par navega en las lagunas de una memoria esquiva. De vez en cuando un chispazo genial deja ver que él sigue ahí, detrás de las paredes del olvido.

Otros de los actores-creadores están vivos y activos: Patricia Ariza, Fernando Mendoza, Policarpo Forero, César Badillo y Álvaro Rodríguez, para recordar solo a algunos.

Menciono este grupo de singular talento y su obra Guadalupe años sin cuenta porque quizás el mensaje que lograron no sea solo un mapa artístico de nuestro terrible pasado, sino también una guía –llena de clarividencia– para evitar lo que nos impediría construir un futuro diferente.

La Colombia de los cincuenta retratada en Guadalupe está dividida entre azules y rojos. Los liberales del llano se rebelan contra los abusos de los precursores del paramilitarismo llamados pájaros o chulavitas, aupados y financiados por el gobierno conservador de la época. Los que mueren en los dos bandos son los más pobres. Los miembros de las elites se odian pero siempre encuentran intereses comunes en su codicia política y económica. Defienden la guerra porque saben que quienes la sufren son otros.

Los rebeldes tampoco son un dechado de virtud. La obra deja ver la estela de víctimas representada por una mujer violada “por los liberales” o 100 soldados asesinados a mansalva en una emboscada a un planchón. “Hay que atacar de todas maneras, es la orden de los comandantes”.

La religión se convierte en arma para descalificar al discrepante, perseguir al diferente y justificar la barbarie como una forma de justicia divina. A nombre de la fe y de las buenas costumbres se estimula la continuidad de la violencia. En una de las memorables escenas, un angelical himno religioso se convierte en marcha militar marcada por el redoble del tambor.

La obra cuenta también, en su estilo, la historia del golpe militar contra Laureano Gómez, el ascenso de Rojas Pinilla y el inicio de un proceso de paz con las guerrillas del llano que termina con la entrega de armas por parte de los sublevados y la declaración de una amnistía para ellos otorgada por el gobierno.

Con un poco de esfuerzo ese podría haber sido el cierre de la llamada época de la violencia y el comienzo de un capítulo mejor en la historia de Colombia. Sin embargo, la pugnacidad política y la sed de venganza pudieron más que la decisión de paz.

El asesinato de Guadalupe Salcedo –ejecutado de manera aleve como se demostraría años después– es la metáfora en la que podemos mirarnos hoy.

Solo habrá paz si se garantiza la supervivencia de quienes dejen las armas. Ningún asesinato es bueno. Es responsabilidad de los colombianos hacer valer la decisión mayoritaria que tomarán en las urnas en unos pocos días.

En la misma medida, los antiguos guerrilleros deben prepararse para no ceder a provocaciones, ni retomar la violencia cuando sea asesinado uno de los suyos. La decisión del M-19 después del asesinato de Carlos Pizarro comprueba que la persistencia en la paz rinde sus frutos.

Noticias Destacadas