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¡Fuera esas ropas, doctores!

Finalmente, si la clase política es experta en rasgarse las vestiduras, ¿qué espera para hacerlo en beneficio de una obra de arte?

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
16 de abril de 2016

Es un sueño cumplido: según lo entrevistaron en La W, Spencer Tunick, el famoso fotógrafo neoyorquino, organizará el próximo 5 de junio uno de sus célebres desnudos masivos en algún lugar de la Bogotá de Peñalosa: una estación del metro elevado, o un malecón lleno de venados, o alguna locación en verdad urbana, metálica y de cemento, como la reserva forestal Van der Hammen.

Como soy promotor de la idea (y lo advertiría con un asterisco si no resultara francamente impertinente ante el tipo de instalación) conforme avanzaba la convocatoria de Tunick me invadió la inquietud de asistir.

–¿Será que vamos? –le pregunté a mi mujer en el desayuno.

–Conmigo no cuentes –me respondió–; pero ve solito: aunque no creo que seas capaz.

–Claro, soy capaz –respondí, retado.

–¿Y si te encuentras con algún conocido?

–¿Pero con quién? ¿Con monseñor Castro, acaso?

–Pues con alguno de tus amigos del mundo del arte –me dijo–: Poncho Rentería, por ejemplo… O Anamarta de Pizarro.

–Si va Poncho, será la única oportunidad de verlo bien vestido –respondí–; y si va Anamarta, podré averiguar si es cierta la famosa teoría de que las cortinas y el tapete suelen combinar.

Mi mujer no cree que yo sea capaz de asistir. Yo, sin embargo, lo he pensado a fondo, y he llegado a la conclusión de que iré. Siempre y cuando no me toque al lado el Tino Asprilla, naturalmente. Y siempre y cuando al evento también acuda la clase dirigente nacional, como lo sueño.

Me explico: a Spencer Tunick lo trae el Museo de Arte Moderno de Bogotá, en alianza con una célebre marca de whisky, para enviar el mensaje de que, en el fondo, la piel nos une. Y razón no les falta: desnudos, finalmente, nadie puede saber si somos liberales o conservadores, uribistas o santistas, hinchas de Millonarios o gente de bien. A lo sumo, y por un vistazo rápido a la condición capilar de la ingle ajena, se puede detectar quién milita en el Polo. Y, si es el caso, quién tiene frío. Pero nada más.

Razoné entonces que si el evento convoca a la unión, e invita al progreso, resultaría fundamental que acudan a la cita aquellas personas que históricamente no se entienden: que el general Palomino exhiba los bigotes al lado del capitán Ányelo, por ejemplo; o que Paloma Valencia pose de gancho con María Lorena Gutiérrez; o, en fin, que Jorge Robledo exhiba la viruta canosa al lado de miembros de todos los gobiernos, sean los que sean.

Visualizar a Paloma libre de prendas –el pelo esponjoso al viento y al viento también el cabello– permitió que aflorara en mi interior un sueño que todavía me embarga, si me autorizan la expresión: el sueño de que todos los dirigentes de la política criolla, sin importar procedencia, acudan a la instalación para reconocerse como una única masa. Así se trate de una masa crítica. O de una masa Márquez. Finalmente, si la clase política es experta en rasgarse las vestiduras, ¿qué espera para hacerlo en beneficio de una obra de arte?

Suena cándido, yo sé: pero ¿no sería hermoso que Santos eche al traste los zapatos, y el expresidente Uribe los Crocs, y se reconozcan los dos como una misma humanidad capaz de ser retratada en idéntica baldosa? ¡Fuera esas ropas, doctores! Si en el fondo son lo mismo: los dos quisieron vender Isagén, los dos son responsables morales de los falsos positivos; los dos han nombrado pésimos ministros de Defensa. ¿No pueden, ahora, encontrarse cuerpo a cuerpo, piel con piel? ¿Es mucho pedir que el procurador, que tanto se ufana de hablar a ‘calzón quitao’, se lo quite de veras y pose espalda contra espalda con el exfiscal Montealegre? ¿Irá el exfiscal Montealegre? ¿Cómo reaccionaría Spencer Tunick si lo hace?

–Aún no han dado la orden de acurrucarse, caballero –le gritaría el fotógrafo–: póngase de pie, que esta no es una exhibición de traseros.

–Es mi calva, señor: estoy de pie.

Sueño con que, por esta vez, el único despojo que celebre José Félix Lafaurie sea el despojo de ropas, y aparezca en el retrato de la mano, si no del ministro Iragorri, al menos de su esposa: Adán y Eva de la derecha terrateniente, la manzana en la mano, la culebra todavía viva, dispuestos ambos a combatir la restitución de tierras en el paraíso.

Ese, pues, es mi sueño. Y en esas ando. Me quito la ropa por la unidad nacional. Pido a la clase dirigente, inflamable y dividida, que asista al evento. Será el momento que hemos esperado para que mi tío Ernesto muestre su espalda; el senador Uribe, sus tres huevitos; Andrés Pastrana, su rabo de paja. La única forma, en fin, de que celebremos que al presidente Santos la realidad –llámese fenómeno de El Niño, o bandas criminales, o inflación– siempre lo agarre con los pantalones abajo.

–¿Entonces vas a ir? –me preguntó mi esposa.

–Voy si van todas las bancadas.

Y así será: voy si van todas las bancadas. Para que no se les vea nada indebido, podrán seguir tapándose entre ellos. De ese modo, y al menos por un momento, no estarán divididos ni por banderas ni por colores. Mucho menos por el color azul, salvo en el caso de que asista mi eficiente amiga Anamarta de Pizarro.

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