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De paseo en un metro simbólico

¿A quién se le ocurre recibirle un cheque a Santos? ¿No es de prever que resultará como su gobierno, es decir, chimbo?

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
30 de mayo de 2015

Petro es el sexto mejor alcalde del mundo al que le suceden situaciones imposibles de soportar: hace poco, por ejemplo, en un programa de televisión famoso por contar para sus notas con invitados de primerísima línea, de primerísima, la periodista utilizó la vieja técnica de la negación para hacerle preguntas que parecían indirectazos: “¿Cómo se manejan todos esos rumores falsos de que usted se viste de mujer, doctor Petro? ¿Ese tutú y esas baletas de allá, si bien de talla adulta, son de su pequeña hija, verdad? ¿El doctor Petro qué copa es?”. Era angustioso. Tanto, que algunos transformistas de oficio, como Roy Barreras, ahora observan con celos profesionales al alcalde.

Por si fuera poco, al día siguiente el presidente Santos le entregó un cheque simbólico para que construya el metro de Bogotá. ¿Qué quiere decir simbólico? Pues que sirve para construir un metro imaginario, lo cual va de la mano con la Bogotá Humana, una administración que nos ha enseñado a amar, claro que sí, pero también a soñar.

–Deberíamos pagar el predial, el Cree y todos los nuevos impuestos con un cheque simbólico nosotros también –le comenté a mi mujer mientras mirábamos el noticiero.

Pero se lo dije simbólicamente, es decir, en mi mente, porque desde que miré la noticia se abrió ante mí una realidad paralela, inmaterial, a la que a veces me escapo. Una realidad simbólica, mejor dicho.

En el plano real, tanto Santos como Petro me habrían decepcionado, pese a que ambos son excelentes estrategas. En eso se parecen a Alexis Mendoza, el DT del Junior que, contrariando reglas elementales, alineó cuatro extranjeros en un partido oficial. Desde entonces, Santos busca dos pares de foráneos para reforzar su gabinete. Tony Blair sería uno de ellos. De hecho, ya está fichado con un cuantioso contrato. Y Néstor Humberto Martínez sería el segundo, porque, después de prometer su renuncia si se demostraba –como efectivamente lo hizo Félix de Bedout en su programa radial– que había intrigado ante el presidente de la corte, Leonidas Bustos, para que lo nombraran fiscal, el superministro ahora se hace el gringo. Y a eso se dedica hoy en día: a lamerle a Bustos, actividad que, más que reprochable, resulta erótica.

Digo que me habrían decepcionado Santos y Petro porque todo el episodio resultaba absurdo: ¿a quién se le ocurre pagar un metro con un cheque simbólico? Aún más: ¿a quién se le ocurre recibirle un cheque a Santos? ¿No es de prever que resultará como su gobierno, es decir, chimbo; o que, al igual que sus reformas, vendrá sin fondos; o que, como la mitad del gabinete, estará endosado a Vargas Lleras?

El único giro de Santos que uno podía recibir con buenos ojos fue cuando, una vez elegido con los votos de Uribe, dejó de ser uribista. Los demás resultan sospechosos.

Para no rumiar la amargura del mundo real, preferí darme un paseo por el metro de la Bogotá Humana. Un paseo simbólico, se entiende. De modo que caminé hasta la estación Hollman Morris y atravesé el torniquete.

La ordenada fila fluía, como siempre, y aguardé en el andén. El tren se demoró en llegar lo mismo que un secretario del Distrito en su cargo, de modo que en instantes estuve a bordo de un vagón.

Recosté la frente contra la ventanilla; atravesé la estación Verónica Alcocer, dirección Perrita Bacatá, y a la altura de la estación ‘Alcalá’ presencié un atraco, por fortuna simbólico. Hice trasbordo en la central Antonio Morales y me bajé en el culminado paso deprimido de la 94, donde pasaban los carros como bólidos. Simbólicamente.

Calentaba a la ciudad un sol radiante: otro logro de la Bogotá Humana. Alquilé, entonces, una cicla para inhalar aire limpio. La ciclorruta estaba despejada, como de costumbre: simbólicamente no había invasiones de camionetas de escoltas ni de puestos ambulantes de arepas. Entonces disfruté del paisaje bogotano: la campiña diáfana, el lago en que los jóvenes, alegres, pescaban truchas, y llegué al exclusivo barrio de La Cabrera, donde una familia de desplazados jugaba damas chinas con los Urrutia y los Brigard, mientras compartían un té.

Ah, suspiré: esta es la Bogotá Humana. ¿Qué mas se le puede pedir a la vida?

Caminé entonces hasta la calle 72, donde un violinista inundaba con sus notas un viento tibio. Confiado y de buen humor, William Ospina recitaba a muchachos de cola de caballo, como él, versos sublimes: ¡no le temían a nada! ¡Las bandas roba pelos habían sido erradicadas para siempre!

Tomé entonces el Petrocable hacia Cazucá para gozar de la vista aérea de la urbe, y fue como volar: ah, Petrópolis, me dije entre suspiros: la ciudad del amor. No tienes nada que envidiarle a Venecia, especialmente cuando llueve y las calles se inundan.

Desde la canastilla voladora se veían los 1.000 jardines infantiles; toda la ciudadela universitaria que construyeron en los lotes de la ALO; los 100 parques que había prometido la Bogotá Humana, ya colmados de niños, ¡los humedales de La Conejera libres de toda construcción!

Regresé al metro y tomé la línea ‘Hugo Chávez’, y mientras el vagón avanzaba a toda velocidad, me juré a mí mismo votar por Petro para presidente en el 2018. Y lo voy a hacer. Simbólicamente.

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