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El fiscal en ‘La Voz Kids’

Mi idea es prolongar ‘La Voz Kids’ para que en el diamante de las estrellas juzguen a Montealegre. Finalmente en eso consiste el concurso: el juzgar a los chiquitos.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
12 de diciembre de 2015

Existen dos problemas por los cuales me desvelo, pero es posible que uno sirva como solución del otro: el inminente final de La Voz Kids, y la reciente condecoración con que el fiscal Montealegre aduló a Natalia Springer imponiéndole la ‘orden Tocarruncho al mérito algorítmico’.

Pero vamos por partes: La Voz Kids, para quien no lo sepa, es el primer programa de la televisión colombiana: un concurso musical sobre el que gravita mi casa, porque todas las noches, sin falta, mis hijas me obligan a observar los sucesos de estos “seres pequeñitos que persiguen sus sueños”, como dice el presentador en cada episodio.

Debo decir, en secreto, que siempre deseo que le desobedezcan. Quiero decir: ahora es bonito observar cómo canta cualquier niño de 11 años. Pero a quién queremos engañar: casi nadie tiene las condiciones de Andrés Cepeda, y a los 30 años, a los 45, a los 50, cada exniño de estos estará en el rebusque, convertido en un angustioso y varado músico de matrimonio: ¿qué les van a decir los productores de hoy a los niños del mañana cuando terminen cantando en una fonda antioqueña? ¿No sería más sensato recomendarles que, en lugar de perseguir sus sueños, canten en sus ratos libres y se conviertan en unos dignos abogados de seguros, por ejemplo, capaces de financiar paseos a la costa con la familia siquiera una vez al año?

Nunca he sido de perseguir mis sueños, a diferencia de Carlos Holguín Sardi, aquel exministro de Estado que perseguía los suyos de manera literal, especialmente en las jornadas legislativas durante las cuales desjarretaba unas siestas siderales, de ronquido y boca abierta, en las que se iba escurriendo en el sillón mientras una baba temblorosa asomaba por la comisura.

Eso se debe, en general, a que los uribistas persiguen sus sueños de todas las maneras posibles: echando siestas donde los agarre el sueño, sí, pero también con montajes y amenazas, si es preciso. De por sí, durante el gobierno de Uribe, muchos sueños terminaron exiliados porque el expresidente los perseguía.

Ni hablar de Santos, cuya tenacidad por conseguir sus anhelos es tan arrolladora que lo ha llevado a planear golpes de Estado, buscar la presidencia promoviendo la guerra y quedarse en ella promoviendo la paz.

Sin embargo, siempre he considerado que el presidente tiene más condiciones para ser jurado que para ser concursante: visualizo a Uribe en el escenario cantando algún tema que se sepa –cantando lo que sucedió en El Aro, por ejemplo– y a Santos volteándosele de nuevo, y me dan ganas de aplaudir.

El hecho es que en mi casa llevamos noches enteras pendientes de lo que sucede en el programa; noches enteras haciendo fuerza por el equipo Cepeda como si se tratara del glorioso Santa Fe, campeón continental; noches enteras en las que me pregunto por qué no me conmueven las injusticias del mundo, pero lloro de manera inevitable cada vez que la niñita ciega corre riesgo de ser eliminada. Y noches enteras en que admiro la sencillez de Fanny Lu y me asombro ante las camisetas con escote que se pone Maluma, mientras deseo –y ese es uno de mis sueños– con que en la próxima temporada el asunto sea exactamente al revés.

Los sucesos del programa se han convertido en mi mejor distractor, asunto que agradezco porque no resulta fácil sobrevivir en Colombia. Las noticias que afloran son del todo absurdas: en la Policía Nacional existe una red de prostitución masculina que paradójicamente persigue periodistas mujeres; España reclama el oro del galeón San José y pretende dejarle a Colombia los miserables objetos de valor arqueológico que se hallan en su interior: cañones, mástiles, la primera tarjeta de identidad de José Galat.

Y, por si faltaran novedades, el fiscal condecora a Natalia Springer con una desvergüenza desafiante: ¿qué sigue ahora? ¿Imponer una medalla a Luis Bedoya por transparencia administrativa?

Con todo, este es el punto donde pienso que un problema puede resolver al otro. De la siguiente manera.

Por momentos resulta indignante la impunidad de la que goza el fiscal general, un hombre que, como sus colegas anteriores, es de talla menor. Así es Colombia: todos sus fiscales son bajitos. Valdivieso, Iguarán, Montealegre. La prueba para elegirlos consiste en hacerlos ingresar por la puerta para niños de las tiendas Imaginarium.

Pero, aparte de bajitos, y paradójicamente, son alzados, como puede observarse con Montealegre.

Mi idea, entonces, consiste en prolongar La Voz Kids para que en el diamante de las estrellas juzguen a Montealegre. Finalmente en eso consiste el concurso: en juzgar a los chiquitos. Y finalmente el fiscal no es más que un pequeño que persigue sus sueños, así sea desde la Fiscalía y con contratos millonarios para esa Fanny Lu del algoritmo que es su amiga Natalia Springer.

Impidamos al mismo tiempo que el mejor programa de la televisión se acabe, y que el fiscal general carezca de un tribunal donde lo pongan en su sitio. Es nuestra última oportunidad para que no se salga con la suya. Cualquier castigo que le impongan será ganancia: incluso hacerlo vestir con las camisetas escotadas de Maluma.

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