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El llanto de Peñalosa

–¿Y toda esta plata, doctor Acuña? –es que voy a invitar a mi mujer a donde los Rausch. –Siga, doctor Acuña.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
31 de octubre de 2015

Prendí la televisión para observar la alocución en que Peñalosa se proclamaba nuevo alcalde de Bogotá, y subí el volumen al máximo porque mis hijas no me dejaban oír:

–¡Un beso a mi mamá, que la quiero mucho! ¡Invito a todos los jóvenes a que persigan sus sueños! –balbuceaba emocionado el nuevo alcalde, con la voz quebrada en llanto.

Mi hija menor preguntó si estábamos mirando un nuevo capítulo de La Voz Kids, y estuve a punto de decirle que sí: que ese niño de allá, que le dedicaba el triunfo a su mamá mientras rompía a llorar por conseguir su sueño, era un noble concursante que ahora instaba a sus compañeritos para que lucharan por los suyos: un Rafael Pardo, un Pachito Santos. Incluso una Clarita López, la Fanny Lú del grupo, quien llevó la peor parte de la jornada porque, al igual que el huracán que iba a azotar a México, el viernes preelectoral parecía contener una fuerza capaz de destruir del todo a la ciudad, pero amaneció el fin de semana degradada a su más mínima expresión.

Pero me contuve: no quería que la niña se llevara la impresión de que en Colombia las noticias que provienen del mundo de la política pueden parecer absurdas. Es cierto que un candidato al que llaman John Calzones ganó las elecciones estando en la cárcel; que los derrotados de la jornada fueron, de menos a más, Álvaro Uribe, Gustavo Petro y el bigote de Horacio Serpa. Y que, previo a las elecciones, atraparon a Yahir Acuña con 500 millones de pesos en la guantera del carro sin que fuera capaz de argüir una disculpa razonable:

–¿Y esta plata, doctor Acuña?

–Es que voy a invitar a comer a mi mujer a donde los Rausch.

–Siga, doctor Acuña.

A esas alturas Peñalosa ya besaba apasionadamente a su mujer en la boca, mientras yo tenía que explicarle a mi hija que los candidatos no siempre celebran de semejante manera, sino que este señor no era un político tradicional, porque los políticos tradicionales no besan a sus parejas, y menos si tienen bigote: de ello puede dar fe la mujer de Horacio Serpa. O Carlitos Romero.

–¿Y quién es Horacio Serpa? –me preguntó entonces.

–Un señor que perdió el bigote en una apuesta.

–¿Y por qué lo perdió?

–Porque prometió que se afeitaba si no ganaba la alcaldía Rafael Pardo.

–¿Y quién es Rafael Pardo?

–El candidato más serio que ha tenido Colombia.

–¿El señor que salía en un video con una bruja?

Y era verdad: la niña había visto a Rafael Pardo en un video en que Regina 11 adhería a su campaña mientras contaba cómo compraba votos para Julio César Turbay sin que Pardo se despertara.

–El mismo, sí.

–¿O sea que las brujas sí existen? –insistió la mayor.

–Solo Mamá Regina.

–¿Y la señora de amarillo que a veces salía con él?

–Esa es Clarita López y no es ninguna bruja.

–¿Y ella fue la que apostó su bigote?

–No, es Horacio Serpa.

–¿Y quién es Horacio Serpa?

–Ya te dije: un señor que se debe afeitar el bigote.

Celebré el triunfo de Peñalosa pese a que no resultó agradable hacer fuerza por el mismo candidato que bailaba en las tarimas con Uribe hace cuatro años; el mismo que esta vez se convirtió en copartidario de Oneida Pinto, la gobernadora de La Guajira: el señor al que Uldarico Peña le hacía fuerza. Pero era lo que había, qué podemos hacer. Desde las pasadas presidenciales aprendí a despojarme de la pureza política: aquella vez recé con media Colombia para que Ñoño Elías arreglara la situación y lográramos atajar un tercer gobierno de Uribe: hacíamos cadena de oración para que hubiera tamales para los electores de la costa, y buses suficientes para movilizarlos, si ese era el precio de impedir la instalación definitiva del Uribato. De modo que no iba a posar ahora de pulcro por apoyar al que más sabía de la ciudad: un hombre cuyo pasado con Uribe, al menos, no incluía noviazgo.

Por eso voté jubiloso por su opción, y soporté en el camino la guerra sucia que desataron en su contra, según la cual iba a construir avenidas sobre los humedales, incluso con la piel de varios niños humildes a los que previamente iba a dejar morir de hambre retirándoles los subsidios de alimentación.

Pero los únicos humedales en peligro parecían ser sus ojos, porque Peñalosa lloraba como niño de La Voz Kids, exultante y feliz para rabia de quienes todavía suponen, equivocadamente, que Bogotá quedará en manos de Vargas Lleras: como si Vargas Lleras tuviera tal cosa.

La transmisión continuó con información de los demás candidatos. Clara López decía haber perdido por culpa de “los medios y la discriminación de género”: rara y larga forma de llamar a Gustavo Petro. Y el carismático Rafael Pardo apareció en la pantalla reconociendo la derrota, mientras mi hija lo observaba sin parpadear:

–¿Ese es Rafael Pardo?

–Sí.

–¿Pero está vivo?

Le pedí que se fuera a dormir porque ya había tenido suficiente de política por un día. Y mientras se escurría hacia su cuarto pensé que existen motivos para tener fe. Perdieron Uribe Vélez y Vélez Uribe. Perdió Angelino. Salimos de Petro. Y Peñalosa besó a su esposa para dejar en claro que continuará con la política del amor. La próxima vez debería invitarla en privado a una cena romántica. Podría ser donde los Rausch. Yahir Acuña pagaría la cuenta.

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