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Memorias de un militante liberal

Así son los liberales de hoy, qué le vamos a hacer. todos parecen conservadores

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
19 de noviembre de 2017

He militado en el glorioso Partido Liberal desde hace años: prácticamente desde aquellos días en que el doctor Serpa apostó su bigote si Rafael Pardo perdía la Alcaldía de Bogotá (del mismo modo en que milité en el Polo por la época en que Clarita López apostaba que se lo iba a dejar si quedaba de alcaldesa encargada).

Desde entonces he seguido sus convocatorias, y de hecho asistí a la convención liberal del año pasado, en la que el mismo doctor Serpa, con recuperado mostacho, azotó baldosa en la tarima con su señora esposa. Aquella vez, César Gaviria, con más gallos que nunca, lanzó ataques y elogios, ambos a la vez, al presidente Santos, y Juan Manuel Galán lanzó su precandidatura con un montaje sideral en que hizo suyas las palabras que fueron de su padre: ¡ni un paso atrás, siempre adelante!, consigna que, por momentos, parecía una orden para que el doctor Serpa no perdiera el compás.

Soy, pues, de los liberales de toda la vida: de los que hemos votado por el doctor Guerra Tulena antes de que perdiera la memoria, y por Álvaro Ashton, antes de que la recuperara, gracias a Odebrecht. De los que en medio de reuniones familiares lanzan el grito de guerra:

–Liberales, a la carga: ¡vamos recargados!

Y he tenido fe en sus líderes contemporáneos, como el doctor Alfonso Gómez Méndez: hombre vanguardista por naturaleza, cuya vocación por hacer reformas, en especial arquitectónicas, fue notoria cuando pidió dotar de ducha el nuevo despacho del Ministerio de Justicia: si le hubiera permitido continuar en su cargo, habría alcanzado a construir el sauna. O doña Viviane Morales, que propuso modificar, ya no digamos la doctrina liberal, sino el concepto mismo de parejas no idóneas, que son, básicamente, todas aquellas que no son como la suya. Algunos dirán que es ligeramente chapada a la antigua, pero así son los liberales de hoy en día, qué podemos hacer. Todos parecen conservadores. Aun los de afuera. Recuerdo cuando Barack Obama, el expresidente más progresista del mundo, amenazaba con pedir en extradición a los campesinos colombianos que sembraran matas de coca, con lo cual demostró que a los gringos los colombianos no les importamos: solo les exportamos. Y coca, principalmente.

Por disciplina de partido, también asistí en su momento a Café País, unos encuentros organizados por mi tío Ernesto en los que ofrecía a los asistentes servicio de greca –fundamental para que la gente no se durmiera– y un producto de panadería completamente gratis, preferiblemente un liberal antes que un mogollón.

E incluso acudí a las fiestas electorales en que César Gaviria lanzaba vivas por su hijo Simón mientras mudaba dientes. Mientras mudaba dientes César Gaviria, quiero decir. Gritaba y le salían disparados los premolares, y presidía la locomotora en la hora loca, todo siempre por dar lustre a su chiquito.

No ha resultado fácil ser liberal, es verdad; de hecho, extraño los días en que militaba en las juventudes conservadoras de José Galat, junto con Arturo Abella. Pero, cuando me siento agobiado, recurro al recurso de amparo. De Amparo Canal, quiero decir. Es decir, escribo poemas sobre el organismo de Julio César Turbay, como lo hiciera ella misma en sus libros Sentimientos y ternuras I, Sentimientos y ternuras II y Sentimientos y ternuras III. Y con ello me siento renovado, y grito: ¡liberales, a la carga, vamos recargados!

Por todo lo anterior, me siento con autoridad suficiente para votar en la consulta liberal que este domingo elegirá al candidato del partido.

Digo la verdad: me resultaba inmoral que, en un país con las penurias económicas de Colombia, el Estado gastara 45.000 millones de pesos en una consulta interna: prefiero que el dinero de mis impuestos se invierta en asuntos verdaderamente necesarios, como escuelas públicas, hospitales para la gente o el salario del edecán de la Policía que aún conserva el doctor Gómez Méndez. ¿Por qué no resolvían la candidatura de otra manera?, me preguntaba; ¿por qué no almuerzan los dos precandidatos en el restaurante Gamberro, por ejemplo, y llegan a un acuerdo? A lo mejor se pelearían por el menú:

–Pidamos pollo –diría el gavirista De la Calle.

–No, yo quiego un chugasco –respondería Cristo–; el pollo de acá me sabe gago.

Pero ahorrarían al fisco exactamente la mitad de lo que vale la consulta. Porque Gamberro ha bajado los precios.

Escuché, pues, a los dos candidatos: a Juan Fernando, prócer del partido, rey mayor del trapo rojo, cacique de caciques que pronuncia la erre como egue; y a De la Calle, a quien debemos que los guerrilleros puedan ser senadores, escarmiento que se merecen: ojalá les enseñe a peinarse el senador Ashton, se impregnen del bagaje intelectual del bachiller Ernesto Macías, aprendan a gritar como Armandito Benedetti y adquieran la maña de hacer conejo cuando regulen la JEP del proceso del ELN.

Y después de analizar alternativas, he decidido votar por De la Calle; se lo merece por su trayectoria, pero también porque es la mejor opción para lanzar el grito de la guerra sin que se preste a comentarios: “Liberales, a la carga: estamos recargados”. n

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