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Vargas Lleras y el milagro papal

el santo padre había transformado a este hombre, reconocido político tradicional, nieto de expresidente, en general extodo, en un refrescante candidato independiente

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
9 de septiembre de 2017

Pasado el jolgorio del papa, procuré cambiar la camiseta del kit papal que felizmente me había regalado mi mujer, por una de mi talla: la que me había comprado medía lo que un párroco de pueblo, pero mi barriga ya está adquiriendo proporciones arzobispales.

Iba, pues, camino al Carulla más cercano, a ver a cuál compatriota me encontraba, y me topé en la entrada con el doctor Vargas Lleras, rodeado de gente. Ingenuo, como soy, me acerqué para preguntarle dónde podía devoler el papakit, siquiera cambiar la camiseta por un ajustador:

–Eso no lo sé –me dijo–, pero siga, amigo, ¡siga y bien pueda firme!

–¿Firmo qué, doctor? –indagué.

–Esta planilla, para que pueda inscribir mi candidatura…

–¿Y luego el doctor no tenía partido?

–No, no –sonrió, socarrón–: yo soy un candidato independiente.

–¿Pero luego no era de Cambio Radical con don Kiko Gómez, con doña Oneida Pinto?

–¡No sé de qué me habla, amigo! –exclamó, brusco y amistoso, mientras me daba media palmada en la espalda–: ¡no a la corrupción! ¡No a la politiquería! ¡Mi candidatura es un espontáneo movimiento ciudadano!

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Y mientras me pasaban la planilla, lo comprendí todo.

Desde que el papa anunció su visita, supuse que su presencia en nuestra lánguida tierra tenía un propósito magnífico y secreto: la operación de un milagro luminoso que nos permitiera dejar atrás el lastre de lo que somos.

Y era este: el santo padre había transformado a este hombre, reconocido político tradicional, nieto de expresidente, exministro, exsenador, exvicepresidente, y, en general, extodo, en un refrescante candidato independiente, al que la ciudadanía empujaba para que rescatara sus causas cívicas.

Ya decía yo que a Francisco le había tocado duro en tierras colombianas, pero que su titánico esfuerzo no podía ser en vano: no podía ser en vano la gira tremenda que lo obligaba a recorrer Bogotá, Villavicencio, Medellín y Cartagena en apenas cinco días, como si no habláramos de un viaje papal sino de un tour de Pipe Bueno. Pero, a pesar del ajetreo, ahí estaba su santidad: cercano a creyentes y no creyentes; el cuerpo enhiesto, la voz firme, si bien ligeramente parecida a la de Topo Gigio, dispuesto a soportar lo que viniera para conseguir su propósito confidencial, el sigiloso milagro que lo había impulsado a venir a nuestro platanal privilegiado.

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Soportó lo insportable: que una valla le diera la bienvenida en inglés; que le regalaran una muñeca de barro tamaño real, fabricada en el pueblo de Ráquira, fácil de embalar para el regreso, y una escultura en bronce de una hormiga culona, de talla y peso considerables, ideal para adornar cualquier esquina en Castel Gandolfo.

Soportó que José Galat y algunos extremistas lo tildaran de Papa del Apocalpisis, de Carbohidrato del Infierno; soportó el gagueo de Santos; la batola de Tutina; la selfi con Horacio José Serpa; el jugo de lulo; aun la carta que le envió Uribe, prueba incontrovertible de su grandeza sin mezquindades: “Su santidad: acá le regalaron la patria a terrorista far. La economía no respeta la propiedad privada. Su santidad: el cilantro subió 200 pesos. La Selección Colombia no le ganó a Brasil por culpa de gobierno derrochón. Su santidad: haga el favor mándele su bendición a mi persona y a mis hijos. Y mándeme también 200 pesos que Lina necesita comprar cilantro”.

Y todo lo soportó con estoicismo ejemplar, sin una sola queja, en un viaje que merece segunda parte para que Francisco pueda hacer los planes que le faltaron: conocer el deprimido de la 94; ir al Andrés Carne de Res de Chía; comprar algo en Unilago, gracias al recorte presupuestal de Santos, el centro de desarrollo tecnológico más importante del país; visitar al Señor de los Milagros de Buga, que es Angelino Garzón, y de nuevo al Señor Caído de Monserrate, que es Peñalosa: caído en especial en las encuestas. Y montar en TransMilenio. Y en batimóvil.

En ese segundo viaje, podría redondear el milagro de haber convertido a un político manzanillo en el nuevo estandarte del liderazgo ciudadano. Se necesita apuntalar el prodigio con nuevos milagros, como el de multiplicar las firmas y las cédulas; convertir el agua en guaro para repartirlo con tamal. Y enseñar a sus escoltas a poner la otra mejilla cuando les atisben su coscorrrón.

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–Doctor –le dije–: ¿de verdad su candidatura es independiente?

–¡Independiente como Santa Fe! –dijo sagaz, para darme en la vena del gusto, mientras yo me derretía por dentro ante semejante líder cívico.

–¡Tome, pues, mi firma, mi señor!–imprequé, mientras estampaba mi rúbrica como quien estampa un sopapo–: ¡salve a Colombia!

Proseguí mi camino y logré cambiar la camiseta papal, pero de regreso a casa me sentí engañado. ¿Y si en realidad Vargas Lleras me está usando?, dudé: ¿si el papa nos produjo un soplido de esperanza, pero todo sigue igual y ser colombiano es acostumbrarse a los políticos de siempre? En tal caso he debido cambiar la camiseta por un acostumbrador, como le dije esa noche a mi mujer, mientras cocinábamos la comida: un caldo de papa, en honor a su santidad, que nos quedó un poco insulso. Porque no teníamos cilantro. n

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