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De la indiferencia a la reflexión

¿Se pasará con esta tragedia, de la indiferencia y la banalidad, a una profunda reflexión para el cambio? Ya veremos…

Juliana Londoño, Juliana Londoño
19 de marzo de 2020

De un momento para otro, los grandes conflictos mundiales, los procesos electorales, los temas claves en los organismos internacionales, las bravuconadas de Maduro y las arengas de Guaidó han quedado relegadas a un segundo plano. 

Los miles de millones por las obras faraónicas en Bogotá y otras ciudades, el precio de los futbolistas y los costos de los contratos de cantantes generan desprecio, cuando no existen en el país ni siquiera equipos suficientes para hacer la indispensable prueba del coronavirus, para no mencionar la falta de ciertos equipos. 

Se observa con espanto a Europa, empezando por el caos en España y en Italia, países poderosos del primer mundo, en donde la situación es inenarrable: a todos los mayores de 65 años que se enferman los dejan morir sin ni siquiera tener un pariente al lado.  No hay cementerios ni crematorios disponibles.  

Ojalá que aquí las medidas, que fueron flojas y no coercitivas, no hayan sido tardías, ya que estábamos dedicados a las arengas y a los debates bizantinos.   Con preocupación se sigue ahora el balance creciente de los infectados en las ciudades colombianas, ya que muchos de ellos podrían morir del virus. 

Si la preocupación actual se hubiera manifestado por las decenas de muertos semanales por acción de los grupos armados, por los impunes y cotidianos asaltos en los que se asesina por que la víctima es un líder social o un desprevenido transeúnte que lleva un celular, Colombia sería otra.  

Si el latente temor a la muerte por el coronavirus se hubiera dado frente al narcotráfico y la corrupción, Colombia sería otra.

Si la preocupación que tiene ahora el presidente para preservar la salud de los “queridos abuelitos y abuelitas”, se hubiera dado de tiempo atrás para que los niños, mujeres y hombres de todas las edades hubieran tenido acceso a una salud pronta y eficiente, Colombia sería otra. 

Esta coyuntura debería servir de reflexión para los colombianos que hemos sido indiferentes ante la tragedia que se ha vivido desde hace muchas décadas en el país. Ni siquiera sabemos cuántos han muerto y cuántos seguirán cayendo todos los días. 

Fuimos también indiferentes cuando se construía en nuestro territorio, la obra del ferrocarril de Panamá en 1855, en la que murieron cerca de 200.000 trabajadores. Pero no importaba, porque eran indígenas, negros y chinos. 

Pocos se preocuparon durante varias décadas por el tratamiento que se daba por los capataces de los caucheros de la Casa Arana a los indígenas colombianos en la región amazónica, en uno de los más espeluznantes capítulos de violación de los derechos humanos. Hasta el punto de que le tocó a un cónsul británico en el Brasil, denunciar semejante situación ante el mundo.

Pero la historia se repite. En 1760, un documento que anexa en su diario José María Caballero, un humilde sastre bogotano, dice:   

“El 19 de mayo de 1760 murió don Antonio de Salazar que abrió la puerta a muchas personas que se enumeran entre los muertos por la epidemia que vino de Japón y que causó estragos en Lima, Quito y demás lugares de América. Aquí llegó Antonio a curar con sudores frescos y no haciendo cama, siendo su total veneno la sangría y el agua, por que esta se ha de tomar caliente por 40 días, siendo las recaídas peligrosísimas ya que a los viejos y viejas se los va llevando” 

¿Se pasará con esta tragedia, de la indiferencia y la banalidad a una profunda reflexión para el cambio? Ya veremos…

(*) Decano de la facultad de estudios internacionales, políticos y urbanos de la universidad del Rosario

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