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De noche y de día

Uno no debe meterse, pero debería haber alguien capaz de decirle al Presidente que ese ritmo de trabajo no se lo aguanta ni él mismo

Semana
10 de noviembre de 2003

Hace poco, por encargo de una revista, pasé unos días en un monasterio benedictino. Obedeciendo la Regla de San Benito me levantaba a las 3 y media de la mañana para llegar a tiempo a la capilla antes de que los monjes empezaran a salmodiar el oficio nocturno de Vigilias. Pese a todo lo antioqueño que soy, nunca he sido tan buen madrugador (para mí las 6 o las 7 de la mañana son una hora decente para despertarse, antes no). Esta experiencia de recogimiento la voy a contar en SoHo, pero aludo a ella aquí porque quiero hablar de otras madrugadas, de un refrán y de lo que el cuerpo no resiste.

Un buen amigo mío pasó hace varios años unas vacaciones de Semana Santa en la hacienda que tiene el presidente Uribe en el departamento de Córdoba. En esa época este amigo era apenas un muchacho y todos los días lo despertaban a las 4 de la madrugada para salir antes que el sol a recorrer la finca. Las faenas de la hacienda duraban todo el día sin interrupción. Bajo el sol del mediodía, a veces, sin bajarse siquiera del caballo, compartían un fiambre envuelto en hoja de plátano. Por la noche tampoco descansaban y -como el ocio es la madre de todos los vicios- les ponían algún trabajo útil hasta la hora en que apagaban las luces.

Años después, cuando prestaba el servicio militar, este amigo mío me comentaba que lo único comparable con la rígida disciplina del Ejército (con sus guardias nocturnas a las 3 ó 4 de la mañana) eran unas vacaciones en la finca de Alvaro Uribe.

Este régimen tan estricto de horarios y funciones puede ser bueno o malo, según como se mire. A mí me parece admirable que el Presidente le dedique todas sus fuerzas a trabajar por el país, y que lo haga de noche y de día, sin descansar domingos ni festivos. La semana pasada el Presidente declaró, por ejemplo, que le faltaban seis años de mandato (tres de día y tres de noche), lo cual es encomiable sobre todo si lo comparamos con el cuatrienio frívolo que acabamos de pasar, con un mandatario que prefería los desfiles de modas y las parrandas vallenatas en vez de reunirse con los alcaldes o de citar a reuniones del consejo de ministros.

Pero siempre hay un pero. Dice el refrán que no por mucho madrugar amanece más temprano, y aunque el Presidente tenga una capacidad de trabajo envidiable, es muy difícil que su cuerpo, y el cuerpo de sus colaboradores, le pueda resistir a semejante ritmo. Las horas de sueño, lo queramos o no, son literalmente horas reparadoras o restauradoras del cerebro. La falta de sueño y el exceso de trabajo se reflejan muchas veces en un estrés físico y mental que no curan las goticas naturistas, y en afecciones cutáneas que son como un semáforo en rojo, una señal de alarma del cuerpo que pide: hay que bajar el ritmo. Me pregunto si la intemperancia verbal del recién ex ministro (un hombre, al parecer, de costumbres tan disciplinadas y ascéticas como las de su jefe), no tenga que ver con el mal humor que produce el exceso de trabajo y la falta de sueño.

Uno no debe meterse en la vida privada de nadie, pero es inevitable ver, desde lejos, los síntomas corporales de los hombres públicos. Así como algunos comentaristas le han aconsejado al Presidente -de muy buenas maneras- que no juegue con su seguridad montándose en un avión viejo y maltrecho, con el mismo respeto debería haber alguien cercano a él capaz de decirle que ese ritmo diurno y nocturno no se lo aguanta nadie, ni él mismo. Y algo más, que yo francamente no me explico. A una persona tan tradicionalista y conservadora en tantos aspectos de su vida, no sé por qué le ha dado por confiar en las medicinas naturales y en los médicos alternativos. Un buen médico tradicional que le recetara horas de sueño (siquiera cinco o seis), así sea con un somnífero (y no con goticas de esencias florales), podría hacerle más bien al Presidente, y en general al buen humor del gobierno y al bienestar del país, que esa disciplina excesiva de la que muchas veces no resultan sino furias y cansancio.

Las personas que jamás descansan, que no se toman ni un trago, que difícilmente entienden o hacen un chiste, que solamente trabajan, trabajan y trabajan, sin reír un segundo, pierden la alegría de la vida. Y si no se tiene la experiencia de la alegría, se pierde el norte sobre lo que en últimas pretende conseguir un buen gobierno.

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