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Defensa de Carlos Mattos

Sepan que el doctor Mattos no está solo. Sus amigos de la alta sociedad lo respaldan y jamás lo critican a sus espaldas.

Daniel Samper Ospina
25 de junio de 2011

Presa de un execrable resentimiento, en su última columna María Jimena Duzán atacó de manera cobarde al gran empresario Carlos Mattos, todo porque aparece en un video que cuelgo en la versión web de este artículo para el deleite de todos ustedes.

Reconozco que, en un primer momento, cuando emerge del ascensor dorado de una casa colonial un enano vestido de blanco, pensé que Mattos había comprado a Tatoo, el de la Isla de la Fantasía. No sabía que se trataba del empresario en persona. Lo imaginaba más alto. Pero va recuperando estatura en la medida en que, con tierna naturalidad, muestra algunas de sus propiedades, dentro de las cuales se destaca un inodoro de cuero que habría hechos las delicias de Jr. Turbay en la camioneta que engalló cuando era Contralor.

No me dejaré llevar por el resentimiento que despierta ver a un empresario fino. Al revés: creo que, para la economía colombiana, Carlos Mattos es un sostén casi tan grande como el que aparece poniéndose la deslumbrada española que lo entrevista.

Comencemos porque, mientras en otras partes del mundo los ricos producen vergüenza, acá dan ejemplo. No se imagina uno al doctor Sarmiento correteando a una mucama del hotel Cosmos Cien, por ejemplo, como lo hizo el banquero Strauss-Khan; y, a diferencia del congresista Anthony Weiner, uno no ve a Juanito Lozano subiendo a Twitter una foto de sus voluminosos bíceps para coquetear con Esperanza Gómez, nuestra estrella porno. En Colombia los congresistas no morbosean con las actrices porno. Acá ellas tienen buen gusto.

De ahí que sea canalla atacar a una familia como la de Mattos. Hay que ver a su mujer, independiente y poco materialista, como le gustan a Florence Thomas, que, en gesto conmovedor, confiesa que es capaz ella misma, y no la nana, de despertar a sus hijos a las seis de la mañana. Y hay que ver al chiquito que, pese a que aparece como si fuera un testigo sin rostro, advierte que quiere ser “business administrator”, como si hubiera sido criado en uno de los colegios distritales con los que sueña Gina Parody.

Pero nadie es profeta en su tierra. Mientras el rey de Bulgaria se precia de su amistad, en España realizan programas de televisión en torno a su vida y la gente del Principado de San Marino lo adora, acá lo ataca una miserable columnista y un rancio club bogotano, lleno de oligarcas quebrados y envidiosos, hace con él lo mismo que la revista SoHo hizo con el Tino Asprilla: le muestra las bolas negras.

Y, sin embargo, Carlos triunfa: el Congreso lo condecora con la Gran Cruz – que, junto con la orden de captura, es la orden más popular entre los congresistas- y al acto asiste gente tan importante como Jaime Bernal Cuéllar, quien ha hecho mucho por la nación, más allá de que module como si se hubiera bajado dos garrafas de aguardiente.

Pero este país goza maltratando a sus mejores enanos: al “Pincher” Arias lo asedia la Justicia; a Pachito Santos ya nadie lo sintoniza: él mismo oye otra emisora en los audífonos mientras hace su programa. Y a Edward Niño lo desalojaron de la urna de cristal para instalar en ella a la mujer del Ministro de comercio.

Ahora una columnista se ensaña contra Mattos como si no hubiera asuntos que de verdad son graves para el país: Germán Vargas Lleras aparece vestido con un esmoquin blanco, como si fuera director de los Alfa 8 y no Ministro de Gobierno; trasciende que a Samuel Moreno le decían “la doctora”. Y Angelino propone crear una agencia espacial colombiana, cuando acá el único que sabe de El Espacio es Pablo Ardila, otro millonario de buen gusto.

No importa que lo ataquen: sepan que el doctor Mattos no está solo. Sus amigos de la alta sociedad lo rodean. Es gente que lo quiere por lo que es: no por lo que tiene. Pónganlo en Modelia y verán que, si ofrece una lechona en el salón comunal del barrio, asistirán todos los que fueron a la última fiesta que organizó en Andrés Carne de Res. Incluso el ex magistrado Escobar, y con botines nuevos. Son personas valiosas, que atienden todas sus invitaciones y jamás lo critican a sus espaldas. Amigos sin interés, que llaman: o al menos con un interés muy bajo, del 4% anual por mucho.

Solo un hombre seguro de sí mismo da besos largos en el cachete y se pone pescadores color curuba. Filántropo reconocido, como es, se da por descontado que los donará en la próxima ola invernal. Por eso, organizaré un coctel de desagravio. Invitaré a Poncho, a Cuqui, a Chiqui. Tocaré la copa con una cucharita para pedir silencio; lo miraré a los ojos y le diré que quiero ser como él: sueño con que mi mujer se vaya de compras con la suya; con heredarle el bizcocho de cuero; con que mis hijas revendan productos chinos desde chiquitas; con tener quince mil dólares. Sueño con financiar la restauración de una iglesia en Cartagena y anunciarlo discretamente en una valla. Y doy lo que sea por ir pasando por un sitio y comprar una isla: no veo la hora de instalar una cama con dosel frente al muelle y echarme a ver el atardecer con mi mujer y, por qué no, con Jaime Bernal Cuéllar en medio de ambos, mientras un mesero nos lleva trago suficiente para que terminemos hablando como él.

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