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Democracia esquizofrénica

También la apertura armó el enredo de neoliberalismo y conservatismo: lo prueba la división exacta del gavirismo entre Sanín y Uribe

Semana
13 de agosto de 2001

Hay tres maneras de levantar votos: con ideas, con favores o con imagen. Por eso, hasta no hace mucho, un partido político era la suma de una idea (o al menos una lealtad), una maquinaria y una prensa. La fe católica, el santo Siglo y los varones sectarios eran el conservatismo. La actitud republicana, El Tiempo y los caciques eran el liberalismo.

Del mismo modo que, en Italia o en Japón, en España o en Estados Unidos, había un polo liberal/socialista y otro polo conservador/cristiano, cada uno con su “talante”, con su aparato electoral y con su prensa oficiosa.

Pero vino el revolcón mundial. Murió la ideología. Murió con la Guerra Fría. Y con la globalización económica, que impuso las mismas políticas a todos los gobiernos, de suerte que Tony Blair resultó neoliberal y George W. Bush se está volviendo intervencionista.

Murió la lealtad al partido, que a falta de ideas hacía las veces de las ideas. La mató la deserción de la prensa, que tuvo que dedicarse a cultivar su mercado. Y la remató el espectáculo de corrupción a la italiana, a la japonesa o a la mexicana.

Murió también el gran poder clientelista. Primero de muerte lenta, a medida que los pobres se iban acabando en los países ricos. Y ahora de muerte por inanición, a medida que se desmonta el Estado con todo y su burocracia.

Así que los partidos políticos entraron en crisis. Es la crisis de la posmodernidad, que tiene tres expresiones. Una: ahora lo cívico prima sobre lo político, la administración sobre la ideología, el resultado sobre la convicción. Dos: la bipolaridad izquierda-derecha cedió el paso a un mosaico de intereses especiales, y la disciplina de partido fue reemplazada por “coaliciones flotantes” en el Congreso. Tres: la democracia representativa está cambiando a democracia directa, primero con las encuestas, ya muy pronto con el plebiscito instantáneo de ciudadanos informados que votarán a través de Internet.

También en Colombia —que nunca fue moderna— hay una cierta crisis de posmodernidad. También aquí son huecos los discursos: el del empleo, el de la paz, el del orden, el de la justicia. También aquí la apertura armó ese enredo de neoliberalismo y conservatismo: lo prueba, sin ir muy lejos, la exacta división del gavirismo entre Sanín y Uribe. También aquí la prensa tuvo que apartarse de los directorios para acercarse a los lectores. También aquí la cantinela de la corrupción ha ido carcomiendo la lealtad partidista. En fin, también aquí creció una clase media urbana donde no sirve el clientelismo, y aquí también hay señas de un Estado en desmonte.

Y así, la política colombiana está haciendo pinitos de posmodernidad. Pinitos de presencia cívica, de coaliciones flotantes y de democracia directa. Con una salvedad: que el clientelismo sigue siendo el seguro social de los pobres y el cemento que amarra las provincias a la Nación. Y con otra salvedad: que todavía no tenemos ciudadanos.

De suerte que nuestros partidos no atraviesan una crisis de posmodernidad. Es una crisis de esquizofrenia, a medio camino entre el clientelismo que no logran olvidar y la democracia ciudadana que no se atreven a ensayar.

Por un lado van los congresistas, compitiendo en el mercado de regiones y clientelas: será la eterna operación avispa. Por otro lado van los presidenciables, ocultando a sus congresistas y tratando de hacer pasar las encuestas por concepciones: ese es el atasco de las campañas.

El atasco de Serpa, que pretende esconder la maquinaria para que lo elija la maquinaria. El de Uribe, que apela al voto de los liberales en contra de los liberales. El de Noemí, que abre la puerta a los barones conservadores pero cierra la puerta al Partido Conservador. Y aun el de Garzón, que tiene pero no tiene al Partido Comunista.

Guiados por las encuestas, uno pretende acabar la pobreza, otro promete derrotar la guerrilla, otra ofrece millones de empleos y el otro anuncia que habrá justicia.

No dudo yo de la buena voluntad de los señores candidatos. Dudo de su capacidad para cumplir lo prometido, porque ninguno tiene detrás un partido organizado y comprometido tan siquiera a tratar de que se cumpla.

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