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Difícil acto de fe

Llevamos décadas matándonos, en medio de un conflicto interno que nos degrada y nos destroza. Pero cuando se logra acordar el silencio de los fusiles, cuando se decide poner fin al desangre, nos rebuscamos la forma de soslayar el acuerdo.

Camilo Granada, Camilo Granada
22 de julio de 2020

Colombia es un país imaginario. Las decisiones y las políticas que adoptamos no se compadecen con la realidad y con las limitaciones que tenemos. Somos un pueblo de aspiraciones maximalistas y de realidades minimalistas. Y eso nos pasa en todos los ámbitos de la vida social y económica.

La primera y fundamental es la entelequia del Estado. Empecemos por el hecho de que no estamos seguros de cuántos somos, pues el Dane y la Registraduría no tienen las mismas cifras sobre el número de colombianos vivos. En buena parte del territorio nacional las instituciones no hacen presencia. La mitad del país no tiene oficinas de la Fiscalía General de la Nación, por ejemplo. Eso sin hablar de los servicios sociales fundamentales como el ICBF, la educación o la salud. Millones de familias siguen sin acceso a acueducto, alcantarillado ni agua potable.

Se han aprobado múltiples reformas agrarias, pero los campesinos sin tierra siguen esperando sin que se les entregue un pedazo de tierra que puedan llamar suyo para medio sobrevivir. Y si es que acceden a un terreno, no tienen apoyo del Estado para contar con un sistema de riego, asistencia técnica o subsidios para sembrar, cosechar y vender sus productos. Fijamos normas laborales dignas de Suecia, pero el 70 por ciento de los colombianos trabaja en la informalidad y vive del rebusque.

Se aprueba la cadena perpetua para violadores y abusadores de menores, pero la justicia es totalmente inoperante y deja el 95 por ciento de los casos en la impunidad. Y mientras tanto no hay programas de atención a las víctimas ni de apoyo psicológico para atender sus denuncias. Lo mismo sucede con la gran mayoría de los delitos. Se reclaman penas máximas, pero no hay condenas y nuestras cárceles están sobrepobladas a un punto inhumano, llenas de personas que no han sido juzgadas. Colombia es el país del mundo donde el consumo de marihuana es legal desde hace más de veinte años (cuando la Corte Constitucional lo autorizó) pero donde sigue siendo ilegal su uso.

Llevamos décadas matándonos, en medio de un conflicto interno que nos degrada y nos destroza. Pero cuando se logra acordar el silencio de los fusiles, cuando se decide poner fin al desangre, nos rebuscamos la forma de soslayar el acuerdo, de despreciarlo y –en el mejor de los casos—invisibilizarlo, cuando no hacerlo trizas.

Somos el país de las obras inconclusas y los proyectos a medio hacer. Por supuesto, hay problemas de corrupción en muchos de esos casos. Pero hay sobre todo una desidia y una falta de planeación que hace imposible terminar las tareas iniciadas por administraciones anteriores. Que se trate del túnel de la Línea, el canal del Dique o el metro de Bogotá, siempre hay una razón o una excusa para parar, suspender o reiniciar el proceso. Nos escandalizamos con la corrupción y nos llenamos de normas, reglas y sobre todo entidades encargadas de combatirla. Pero salvo denuncias y escándalos, la corrupción sigue rampante y no existe sanción ni legal ni social para los depredadores del erario. Los clanes políticos se reproducen sin vergüenza y se heredan los cargos gracias a esa corrupción y al clientelismo.

Encontramos el Galeón San José e inmediatamente surgieron voces y demandas para no rescatarlo. Y ahí seguirá durmiendo el sueño de los justos por años y décadas. Preferimos los tesoros sumergidos y, ojalá no encontrarlos, porque nos engalletamos con las soluciones. A toda solución le encontramos un problema. Lo mismo pasa con nuestros recursos naturales. Oro, petróleo, carbón, coltan, no importa, nos encargamos de no usarlos de manera sostenible y nos atragantamos con los recursos que obtenemos. Por lo que sé hay más de 7 billones de pesos de regalías esperando que los gobiernos locales diseñen y ejecuten proyectos urgentes para el bienestar de sus conciudadanos.

Nos enorgullecemos de nuestras riquezas naturales, y convertimos millones de hectáreas en parques naturales que no podemos conocer, disfrutar ni estudiar  porque debemos protegerlos, pero somos incapaces de hacerlo y son los ilegales los que arrasan con ellos para sacar madera, oro y sembrar coca.

Preferimos no hacer nada a reconocer un aporte de un adversario, una buena idea o a hacer algo que no sea de entrada perfecto. Es todo lo contrario de lo que vemos en los sectores de tecnología e innovación, donde una versión beta empieza a funcionar para poder ser mejorada con el uso y los aportes de los usuarios. Sufrimos de parálisis por análisis.

En su cuento Ulrica, Jorge Luis Borges escribió en 1975 “ser colombiano es un acto de fe”. Tenía mucha razón. Seguimos siendo un país donde vivimos de ilusiones con las que nos engañamos a nosotros mismos para seguir soportando una realidad que nos negamos a reconocer para poder cambiar. Es casi doloroso ver cómo a punta de maximalismos y legalismos, nos convertimos en nuestro principal enemigo y verdugo de nosotros mismos.  A veces es difícil conservar la fe.

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