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'Dignitas'

Probablemente hoy no hay ni un solo político tradicional en el mundo que piense que la dignidad es un requisito necesario para su profesión, o al menos útil

Antonio Caballero
29 de junio de 2003

La vida política española lleva un mes paralizada por un escándalo en apariencia mezquino y subalterno. Resulta que dos diputados de la Comunidad de Madrid, elegidos el pasado 25 de mayo a nombre del Partido Socialista, han traicionado a sus votantes entregándole a la derecha (el Partido Popular) el gobierno de la región que entonces ganó la izquierda (socialistas y comunistas sumados). Los partidos cruzan insultos y entablan querellas penales: lo habitual. Pero los analistas serios se preocupan: en la opinión de muchos (tanto de izquierda como de derecha) el comportamiento de los dos diputados traidores, y al parecer comprados, es más peligroso para la democracia española que el propio terrorismo. Porque es una vergüenza.

A un político colombiano -suponiendo que llegara a enterarse de algo que sucede fuera de Colombia- todo este revuelo le parecería incomprensible. ¿Cómo? ¿Se escandalizan por una simple traicioncita? ¿Se preocupan porque se hayan vendido dos políticos? ¿Porque voten en contra del partido que los nombró candidatos y de los ciudadanos que los eligieron en las urnas? ¡Pero por favoooor.! Se nota que los españoles llevan poco tiempo en democracia.

En efecto, los españoles llevan todavía poco tiempo en democracia: ni siquiera treinta años. Y tal vez es por eso que se preocupan al ver cómo esa joven democracia que tienen se corrompe a causa de la desvergüenza venal de un par de políticos, y esa corrupción la desprestigia ante la gente: entienden que ese desprestigio es peligroso. Yo, a riesgo de parecerles ingenuo a los políticos colombianos, creo que tienen razón. Lo demuestra el caso de la propia Colombia, donde llevamos tanto tiempo en democracia que ésta ya se acabó, corroída por las traicioncitas y las compraventas de los políticos: por su desvergüenza. Y en donde por eso (entre otras razones) estamos en guerra.

La dignidad -que es lo contrario de la desvergüenza- no parece a primera vista un atributo definitorio de la democracia, como lo pueden ser, digamos, el gobierno de las mayorías y el respeto a las minorías. Pero es una condición necesaria para la legitimidad del poder. Así lo entendían los romanos de la República: es decir, de antes de que Roma se transformara en una dictadura militar, donde el poder no buscaba más justificación que la fuerza de las legiones. Para ellos, la dignidad (dignitas) era la clave de bóveda de la política, es decir, del gobierno. Porque de ella emana la autoridad (auctoritas), la cual, con el derecho, hace respetable el ejercicio del poder, y en consecuencia permite que ese ejercicio sea pacífico, porque es aceptado por todos.

Hablar a estas alturas de la República romana, difunta desde hace más de dos mil años, puede parecer no sólo anacrónico sino inane, pues la actualidad que vivimos es precisamente su antítesis. A escala mundial estamos entrando nuevamente en una etapa imperial, basada en el desnudo poder militar y desdeñosa del derecho; y, sobre ese trasfondo, a escala local se impone en todos los ámbitos de la política el juego crudo de la fuerza y la astucia. Probablemente no hay hoy en día ni un solo político profesional -de Bush en los Estados Unidos a Kim en Corea del Norte, de Mugabe en Zimbawe a Berlusconi en Italia- que piense que la dignidad es un requisito necesario para su profesión, o al menos útil. Y en el corto plazo tienen sin duda razón: la fuerza y el dinero bastan. Pero es la indignidad generalizada de los políticos la que ha desacreditado la política a ojos de los ciudadanos. Y de ahí viene, en todas partes, el divorcio creciente entre la gente y los gobiernos. Un divorcio teñido de desprecio, que en todas partes constituye un peligro para la paz local, y a escala del planeta un peligro para la paz mundial.

Un peligro más grave que el del terrorismo. Entre otras razones porque el terrorismo mismo es una respuesta al fracaso de la política; o, más precisamente, la continuación de la política por otros medios: de la política de la impotencia, como la guerra es la continuación de la política del poder.