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'Dolor y gloria', deseo y reflejo: una columna de Carolina Sanín

“Como en la historia de Narciso, el resultado es la metamorfosis: el hombre que se mira –rostro y reflejo– se convierte en flor que no muere; que va a nacer de sí misma”.

Revista Arcadia, Sara Malagón Llano
26 de agosto de 2019

Este artículo forma parte de la edición 166 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

El “papel de la vida” de Antonio Banderas es el que acaba de hacer en Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar, interpretando al director que mejor lo ha hecho actuar; a Salvador Mallo, que es Pedro Almodóvar. El espectador siente el torrente de Banderas, deseado por el lente y la imaginación del director –como todo actor por su director– y deseando al director: al personaje que el director ha imaginado de sí mismo en él. El espejo barroco que esa situación instala (y que es también bucle barroco que se cierra sobre otro papel de Banderas, el de La ley del deseo) es el espejo de Narciso. El actor es amado en su personaje de director por el director, que en el personaje –en su reflejo– se sumerge y se pierde, y el actor ama a su vez al director, que lo hace ser el personaje. Como en la historia de Narciso, el resultado es la metamorfosis: el hombre que se mira –rostro y reflejo– se convierte en flor que no muere; que va a nacer de sí misma. El triunfo del actor –y de la película– es el mismo triunfo del amor: Banderas hace algo más grande que él mismo; expresa que contiene algo mayor que él solo, y es mejor actor que cuanto ha sido. Su reflejo en el ojo del otro lo ha excitado y lo ha excedido y ha tomado su forma.

Dolor y gloria cuenta la historia de Narciso a la manera de un rapto, de una posesión –¿la del actor por parte del reflejo? ¿La del reflejo por parte del actor?– y relaciona la posibilidad de la memoria (la unificación de los distintos tiempos de la vida) precisamente con el estado de rapto, de ensoñación. El protagonista, que siempre es transportado (va de un escenario a otro en carro, pero no conduce nunca), integra en su vejez su vida entera –es decir, cuenta la historia de su deseo– a través de las visiones que le traen los trances –los transportes– de la heroína, del duermevela dentro de la cámara de resonancia magnética, de la inmersión en el agua, al principio de la película y, al final, de la anestesia durante la operación que le extraerá un nudo de la garganta y le permitirá volver a comer (a desear) y a decir. Y dentro de las ensoñaciones evocativas, hay otra ensoñación, generativa: la de la fiebre y el desmayo que en el recuerdo produce el primer deseo, entre el maestro y el alumno, que a su vez vuelve a reflejar el deseo que se tiende y se dispara entre el director y el actor: el deseo que intercambia en el espejo los papeles.

Es curioso que este Narciso que representa a Narciso (y así infinitamente) brille con mayor brillo cuando escucha a otro. El Narciso de Almodóvar es un personaje que oye (¿o es también la Eco del mito de Narciso?). Yo nunca había visto en el cine una encarnación más variada y vívida de la escucha. Ante la voz del interlocutor (de su perdido amante, de su madre, de su médico, de su amiga y del actor de una antigua película suya –otra hipóstasis en el juego de espejos–), el personaje de Banderas pasa silencioso de la curiosidad a los celos, a la contrición, a la resignación, a la inseguridad, a la rabia, a la paciencia, a la ilusión, a la renuncia, a la gratitud, actuando solo con los ojos, destellantes, afilados, que transmiten el furor del pensamiento como puro querer, a veces activado, a veces adormecido. “Son tus ojos los que han cambiado”, le dice una vieja actriz al comienzo de la película. “Los ojos son los mismos”, le dice él a su antiguo amante (otro reflejo de Narciso) al reconocerse con él en el reencuentro.

Banderas tiene en los labios constantemente el asomo de un temblor, que puede ser llanto y puede ser sonrisa. Cuando es narrador, habla con periodos cortos, en versos cortos, como sin aliento. Tiene varias voces, y ninguna es la que le conocemos en otros papeles. A veces habla como un anciano, rasposo, por entre la barba. Otras veces se aflauta, como un joven o una joven. Gruñe asentimientos. Saca de repente un susurro confesional. Y otras veces, en esta historia del narcisismo (que como todo lo del narcisismo es también sobre la madre, y que, como todo lo que es sobre la madre, es también sobre la adicción), habla como un niño y hasta musita como un bebé. La voz se acalla, se esconde, y la boca pasa nuevamente a estar en los ojos de la franqueza, y los ojos se velan y se recatan, entre la indiferencia y el ensimismamiento; miran de abajo hacia arriba, buscando su propia valentía, en esta historia que también trata de la vergüenza, como todo lo que trata del deseo. El cuerpo es rígido: se convierte en la cicatriz que se muestra en la primera escena, que corre a lo largo de la columna vertebral (o que equivale a la columna vertebral). Es el cuerpo del dolor, que se disuelve y se libera en una sonrisa grande, y entonces el deseo desapasionado y serio se desata en el entusiasmo, y el entusiasmo desemboca en la gloria, y la gloria en la paz, y de la paz nace la película en la película: la flor.

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