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¿Dónde está el glamour?

Semana
7 de marzo de 2003

El año pasado, después de pasar tres meses cubriendo la guerra de Afganistán, Jon Lee Anderson, uno de los más prestigiosos cronistas de The New Yorker, le comentó a un grupo de periodistas colombianos que, en su caso personal, ser reportero de guerra no constituía ningún glamour. Un viaje de 12 semanas bajo un sol inclemente, en medio de tormentas de arena, en una torre de babel de lenguas, sin agua, ni comida y totalmente desprotegido frente a las adversidades de una guerra en tierra desconocida, no es precisamente un viaje de placer.

Es comprensible que para muchos reporteros ir a cubrir los conflictos del mundo sea una tarea que da cierto glamour. Salvo contadas excepciones, los grandes cronistas han sido alguna vez enviados especiales al campo de batalla: John Reed, Hemingway, Kapuscinsky, Pérez Reverte, por mencionar sólo algunos nombres. Y aunque la mayoría de ellos tuvieron la suerte de sobrevivir para narrar extensamente la épica de los vencedores y vencidos, también es cierto que pudieron escribir a miles de kilómetros de distancia de donde el olor a la pólvora y el traqueteo de las metralletas aún mantenía en vilo a los pueblos. Y son, seguramente, los relatos de los enviados especiales los que han perdurado en la memoria de la gente. Pero, ¿cómo viven la guerra los periodistas locales, los de provincia, los que viven los 365 días de año en las llamadas zonas rojas?

En una reunión realizada hace pocos meses en Copenhague, y a la cual asistieron reporteros de Zimbabwe, Sri Lanka, Sudán, Somalia, Palestina, Chechenia y Colombia ?entre otros-, se discutió largamente sobre el precio que está pagando la prensa local en los países en guerra: el silencio.

El caso colombiano es paradigmático. Durante el año 2002 fueron asesinados, por razones vinculadas a su oficio, tres periodistas ?igual número que en Rusia e Israel-, un camarógrafo y dos colaboradores de los medios. En el caso de Orlando Sierra, subdirector de La Patria, el crimen silenció a la voz más crítica de Manizales y la prensa de la región aún no se recupera de su pérdida.

Similar situación se vivió en Arauca con el asesinato de Efraín Varela, el más prestigioso periodista de ese departamento, quien no sólo mantenía al aire el noticiero de mayor audiencia, sino que se destacó por conducir programas de opinión, con un pluralismo reconocido por todos los sectores. Por último, Manuel Prada, director del periódico Horizonte Sabanero, que circulaba en Sabana de Torres y sus alrededores, fue asesinado sin que hasta ahora se conozcan los autores del crimen. Desde el momento de su muerte, el medio que dirigía dejó de circular.

Las cifras no paran ahí. Según el Instituto Prensa y Sociedad, 14 periodistas sobrevivieron a ataques contra su vida y ocho instalaciones de medios sufrieron daños graves por atentados terroristas. Pero tal vez la que se ha convertido en la principal arma para silenciar a la prensa es la amenaza. Durante el 2002, 68 reporteros fueron amenazados ?44 de ellos de provinicia- bien sea con sufragios, llamadas intimidantes o invitaciones directas de grupos armados a silenciarse. En algunas regiones los frentes guerrilleros y de paramilitares han llegado al extremo de visitar las salas de redacción para "sugerirle" a los periodistas y editores lo que es conveniente o no publicar. En el Cesar, por ejemplo, las AUC les han "sugerido" a los periodistas que no informen sobre las muertes selectivas; en Norte de Santander el ELN declaró objetivo militar a los medios de comunicación y en Arauca los periodistas han optado por publicar sólo los comunicados oficiales del Ejército, renunciando de facto al ejercicio de la reportería.

Pero esta es una actitud que asume la prensa local a regañadientes, con la convicción de que está sacrificando la función principal del oficio cual es buscar verdad, el porqué que se oculta tras cada hecho noticioso. Es decir, ayudar a comprender una realidad sembrada de caos y mentiras, como es la guerra colombiana. "Se muchas cosas que no puedo contar", es la frase más repetida por los periodistas de las regiones.

Esta situación de intimidación está cercenando de manera definitiva los hábitos del quehacer periodístico. El resultado son páginas, y cintas colmadas de boletines. Periodismo de registro que sólo exige del reportero buen brazo para sostener la grabadora, y dedos hábiles para transcribir en el computador, si es que se tiene uno. Porque, entre otras cosas, lejos del glamour del reportero de guerra, metido en su jeep cuatro puertas y con su chaleco antibalas, nuestros reporteros locales muchas veces tienen que colarse en los carros militares para llegar a las zonas más remotas; carecen de seguros de vida, y en muchos casos no los ampara ni siquiera un contrato de trabajo.

El miedo, como una forma de censura, se ha convertido en una de las talanqueras ?no la única- para el desarrollo de una prensa creativa, crítica, profunda y con estándares de calidad aceptables.

En este proceso de silenciamiento y desinformación no sólo pierden la prensa y los periodistas. Los ciudadanos son los primeros lesionados con el vacío que deja una prensa amordazada, que no permite la construcción de una opinión pública deliberante, ni de una memoria colectiva del horror que nos ha tocado vivir. Estamos frente al inmenso riesgo que la historia de nuestro conflicto, imbricado y difícil de interpretar, muera cada noche en la emisión del último noticiero, o cuando las páginas impresas se cierran definitivamente cada mañana. ¿Quién buscará entonces los por qué de esta infamia? ¿Quién contará entonces nuestra historia?

* Coordinadora del Proyecto Antonio Nariño

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