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Dos esquizofrenias

El gobierno y la guerrilla parecen no entender que cuando no se alcanza la victoria hay que transigir, y que las conversaciones existen para fijar los términos de esa transacción.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
27 de julio de 2013

Las dos partes que conversan en La Habana parecen estar carameleando mutuamente. Y no se entiende muy bien por qué ni para qué pretenden ganar tiempo, o perder tiempo. O bien los jefes de las Farc, viejos y cansados, se han convencido de que por la fuerza de las armas no van a lograr nada, y por eso están metidos en los diálogos; o bien no están convencidos de eso, y entonces ¿para qué? 

Y del lado del gobierno: o bien quiere dialogar para llegar a acuerdos porque ha comprendido que la sola represión militar no soluciona el problema de la subversión, y es necesario por consiguiente encontrar salidas políticas y –dolorosamente– económicas; o bien no, y entonces ¿para qué? De lado y lado hay que ceder. Pero si no están dispuestos a ceder ¿para qué se reúnen?¿O es que creen que reunirse a conversar es ya ceder, y es suficiente?

Hay una doble esquizofrenia. En la mesa de La Habana los jefes de las Farc están discutiendo con la gente del gobierno cómo pueden cambiar la lucha armada por la acción política pacífica. Pero a la vez, en la realidad del país, sus frentes les ofrecen respaldo armado a quienes protestan sin armas en el Catatumbo.

Eso va más allá de la prevista “negociación en medio del conflicto”:es agravación del conflicto en medio de la negociación. Y también en el Guaviare otro de sus frentes secuestra –“simbólicamente”, lo disculpan– a un exmarine gringo, cuando habían anunciado solemnemente que renunciaban a la presión del secuestro durante los diálogos. 

Lo cierto es que por cuenta de las conversaciones de paz las Farc se han ganado en estos meses una fulguración mediática comparable a la de la cantante Shakira con su embarazo. Pero Shakira, al menos, acabó pariendo un bebé. Las Farc dilatan lo suyo, lo prolongan, como aquella muchacha cartagenera de hace unos años que anunciaba quíntuples y cuando llegó a término solo tenía trapos en la inmensa barrigota. Parece como si creyeran, leguleyas como han resultado ser, que van a llegar al poder por vencimiento de términos.

Y por el lado del gobierno, igual. Tiene a unos negociadores sentados en la mesa de La Habana para lograr que la violencia armada de las últimas décadas se transforme en acción política sin armas; pero cuando eso ocurre, el presidente y sus ministros reaccionan acusando de violentos a los que hacen política. Es lo que acabamos de ver con las protestas del Chocó y del Catatumbo, y vimos antes con el paro de los cafeteros. 

Parece como si el gobierno pretendiera reducir la democracia a lo estrictamente electoral, excluyendo, como subversivos, los derechos de reunión, de manifestación y de protesta. O sea: como siempre. El gobierno y la guerrilla parecen no querer entender lo que parecían haber entendido cuando firmaron el documento previo a las conversaciones: que cuando no se alcanza la victoria hay que transigir, y que las conversaciones tienen por objeto fijar los términos de esa transacción.

La esquizofrenia del gobierno, naturalmente, acarrea consecuencias mayores que la de la guerrilla. Pues las acciones de esta, por incordiantes que sean, no tienen sobre la vida del país más peso que el de un mal dolor de muelas: impide pensar en otra cosa. Las del gobierno, en cambio, pesan sobre la totalidad del organismo. Se refieren al conflicto armado, como las de la guerrilla: pero también a todo lo demás. Al choque, por ejemplo, entre la minería y el medio ambiente. O entre la gran agroindustria y la propiedad campesina de la tierra. 

El presidente Santos acaba de revelar inadvertidamente el fondo de su contradicción al decir en tono acusatorio que “hay quienes quieren politizar el debate sobre el futuro del modelo agrícola que requiere la nación” ¿Politizar el debate? El debate es político por naturaleza: todo debate. Y lo que Santos pretende es que no haya ninguno. Pretende –absurda, antidemocrática pretensión– que lo dejen gobernar en paz.