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Duele reclutamiento infantil en Medellín

El drama del reclutamiento forzado y la utilización de menores de edad en actividades ilícitas que se vive en algunos barrios de Medellín revela una tragedia humanitaria.

Semana
3 de septiembre de 2008

Duele, duele mucho, escuchar a una humilde madre de familia narrar que varios de sus hijos, en particular aquellos que son menores de edad, duermen todas las noches debajo de la cama por miedo a que sean reclutados de manera forzada y utilizados para fines ilegales por hombres de grupos armados que operan en varias zonas de Medellín.

La historia se la escuché a una pobladora de El Salado, uno de los 23 barrios que integran la populosa comuna 13, donde aún no cesan los efectos del conflicto armado urbano. Entre lágrimas, la señora expuso su drama: “Mis hijos duermen debajo de la cama porque no quiero que los muchachos de la banda se den cuenta que están en la casa. Ellos van y preguntan por mis hijos, yo les digo que no están, que ya no viven en el barrio; sin embargo, no me dejan en paz”.

Pese al miedo, logró referir su tragedia y su valor animó a otras madres. Los relatos se fueron sucediendo uno tras otro y coincidían en la misma desventura: sus hijos se están convirtiendo en presas fáciles de organizaciones armadas con prácticas paramilitares, bandas vinculadas a estructuras del narcotráfico o ligadas a la delincuencia organizada para que participen en acciones delictivas como hurtos a locales comerciales, cobro de extorsiones, expendio de sustancias alucinógenas, transporte de armas y fabricación de materiales explosivos.

A medida que se iba creando un ambiente de confianza, las señoras precisaban con más detalle sus calamidades: “A mi casa va un joven mayor de edad a preguntar por mi hijo y él obedece inmediatamente. ¿Desde cuando viene haciendo esto? No lo sé, pero en el rostro de mi hijo se refleja el miedo que le tiene a ese muchacho. ¿Qué puedo hacer? No mucho. Esa gente me genera mucho miedo y yo tengo otros cuatro hijos que cuidar. No tengo trabajo, no me puedo ir del barrio. Sólo me queda rezar que no le pase nada”.

Con cada relato se teje un retazo de esa vida urbana que sufren cientos de madres que, día y noche, velan por sus hijos, sin más amparo que el que ofrece una oración, para evitar que sus hijos se conviertan en el pago doloroso de la cuota que les cobra la violencia urbana. El cuidado ha llegado a tal extremo que, por protección, muchos niños y niñas han dejado de ir al colegio.

“Hace cuatro meses iban a matar a varios jóvenes, entre ellos al hijo mío, porque no querían hacer parte de esas bandas. Ahora están desterrados del barrio, no pueden volver por aquí, están de casa en casa en muy malas condiciones”, cuenta una de las señoras. Su rostro expresa preocupación y sus gestos revelan el apego que siente por su hijo, un joven de 15 años cuya única culpa es ser joven y vivir en un barrio en conflicto.

El drama del reclutamiento forzado y la utilización de menores de edad en actividades ilícitas que se vive en algunos barrios de Medellín revela dos aspectos que reclaman un análisis cuidadoso: de un lado, la persistencia de un conflicto armado, casi invisible para la ciudad, y cuya realidad las autoridades se han empeñado en minimizar y simplificar.

De otro lado, la presión armada sobre los menores de edad, muchos de ellos con apenas 9 años de vida, saca provecho de las extremas condiciones de pobreza y marginalidad en que viven miles de familias al ofrecer como única salida convertir a sus hijos e hijas en operadores de violencia.

Algunas madres a las que escuché coincidieron en advertir la difícil paradoja que enfrentan en su vida diaria: si se van a trabajar, sus hijos corren riesgos al quedarse solos y a merced de los grupos armados ilegales, pero si dejan de trabajar, los acosa el hambre.

Otra paradoja la representa la denuncia ante las autoridades competentes y la inseguridad que genera, pues los tentáculos de aquellos que ostentan el poder ilegal barrial llegan hasta algunas dependencias públicas, desde donde les transmiten las querellas que interponen en su contra y los ponen sobre aviso para que eviten la acción de la justicia y acallen al denunciante.

La falta de una atención integral que ofrezca salidas eficaces, más allá de la policiva, está generando un triste efecto: las madres se están cansando de denunciar porque no se sienten escuchadas y ya no quieren seguir contando las historias que tanto afectan a sus hijos. Sus historias representan una tragedia humanitaria que aún no tiene cifras concretas pero que se vive en por lo menos cinco comunas de las 16 que tiene Medellín.

Un Estado social de derecho debe blindar a estas valientes madres que defienden a sus hijos; no puede que ser que su acción sea limitada y escasa de creatividad para protegerlas. Además, los niños y niñas vulnerables al reclutamiento forzado y la utilización por parte de grupos armados ilegales de las comunas de Medellín merecen algo más que paliativos de corto plazo que a la larga ofenden y acaban ahondando la inseguridad en la que viven.



* Juan Diego Restrepo es periodista y profesor universitario