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Ecologismo ecuánime

Se trata de utilizar de manera prudente los recursos naturales, no de paralizar el progreso social.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
4 de octubre de 2018

La mitología griega nos aporta la leyenda de Prometeo, una deidad que robó el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres; por hacerlo, fue castigado por Zeus, pero ya era tarde: el fuego es una de las manifestaciones primarias de la energía y, al aprender a controlarlo, la raza humana adquirió el poder de transformar la naturaleza en función de sus intereses. Nuestros remotos ancestros, cazadores y recolectores, son los únicos responsables de la extinción de los mamuts. Sin que pudieran saberlo, la tasa de mortalidad derivada de la caza, así fuere esporádica, era superior a la de natalidad; era cuestión de tiempo -unos pocos miles de años- para que esos grandes mamíferos desaparecieran de la faz de la tierra. En la fase siguiente, tuvo lugar el surgimiento de la agricultura, otro evento antropogénico que produjo hondas transformaciones en los suelos, el uso del agua, las plantas y la fauna. Podríamos, pues, decir que los humanos somos el máximo depredador de la naturaleza. Siempre ha sido así; siempre lo será.

¿Por qué nos preocupa hoy lo que siempre fue normal? Por dos razones. La primera: por el uso, cada vez más eficiente e intenso, de la energía (máquinas de vapor, motor de gasolina, electricidad) para producir bienes y servicios en magnitudes que eran inimaginables al comienzo de la revolución industrial y la génesis del capitalismo a fines del siglo XVIII. Este es un logro extraordinario que ha hecho posible soportar el enorme crecimiento de la población (hoy superior a los 6.000 millones) y, al mismo tiempo, reducir, en cifras dramáticas, la pobreza. Sin embargo, este frenesí energético tiene un costo: el impacto acumulativo de la emisión de gases de efecto invernadero, que es causa del calentamiento global y de graves males para el planeta si no logramos, entre ahora y el fin de siglo, revertir esa tendencia.

No sabemos con certeza si vamos a evitar que las temperaturas promedio se incrementen en más dos grados centígrados frente a las que se registraban al comienzo de la primera revolución industrial (ahora andamos en la cuarta, que es la de la inteligencia artificial). Tampoco sabemos si las dinámicas que podrían dispararse una vez cruzado ese umbral, serían -o no- reversibles.

Ante este escenario, que apropiadamente podemos llamar apocalíptico, algunos entran en una onda mágica o religiosa bajo la creencia de que Dios, o el rediseño radical de la condición humana, podrán salvar a la humanidad. En su encíclica “Laudate Si”, el Papa Francisco realizó un meritorio esfuerzo por describir los temas que constituyen la agenda global del medio ambiente. Sin embargo, su condición de hombre de fe prima sobre cualquiera otra consideración. Allí leemos que “El progreso científico y tecnológico no puede equipararse al progreso de la humanidad y la historia (…) el camino hacia un futuro mejor yace en otro lugar”; [a saber] en “la misteriosa red de relaciones entre las cosas” (…) “el tesoro de la experiencia espiritual cristiana”.

Desde una perspectiva humanista diré que si bien la ciencia no constituye per se el progreso, es uno de los factores que determinan el bienestar social. Y que justamente su propósito es develar esos misterios de la naturaleza para que dejen de serlo. En cuanto al tesoro de la experiencia cristiana, el mensaje de Francisco deja de ser ecuménico para referirse a quienes de esa fe participan.

En esta situación de incertidumbre sobre la suerte del globo terráqueo, la ciencia nos aporta algunos motivos de esperanza: (i) entre 1970 y 2015, las emisiones de gases contaminantes han disminuido a pesar de que el PIB, los kilómetros recorridos, el consumo de energía y la población se han incrementado. Es obvio entonces que la calidad de los energéticos ha aumentado; (ii) se estima que la población mundial llegará a su pico en el 2.100 y comenzará a declinar, reduciéndose así la carga que los humanos imponemos a la naturaleza; (iii) la deforestación y los vertimientos de crudo al mar disminuyen a tasas elevadas.

Otros factores, que no pueden ser medidos todavía, apuntalan este moderado optimismo. El uso de combustibles fósiles ya se encuentra en declinación; las energías eólica y solar son todavía marginales pero los avances tecnológicos pronto harán factible su masificación; la transición gradual hacia la energía nuclear, que tiene nulos efectos contaminantes, será una realidad en las próximas décadas.

En lamentable contraste con muchos otros países Colombia muestra una realidad deplorable. La deforestación, de las cuencas amazónica y del Atrato, para la siembra de coca y la extracción de maderas; la contaminación de los ríos por la minería ilegal o no regulada.  Estos fenómenos vienen ocurriendo sin que la acción de las autoridades sea eficaz. El nuevo gobierno debería revelar pronto su estrategia en esta materia.

Atrás decía que son dos los fenómenos determinantes de la compleja situación del planeta. Uno es la contaminación y el otro es la posibilidad creciente de una guerra nuclear cuyo carácter catastrófico aumenta cada día. El número de países que tiene este tipo de armas no ha parado de crecer; la capacidad de daño que ellos tienen en conjunto es ahora mayor que nunca. ¿Qué podemos hacer? Voy a indagar que piensa el Papa Francisco y les cuento.

Briznas poéticas. Piedad Bonnett refiere a la perenne agonía y gozo del amor: “Tu boca viene a mí, sólo tu boca. / Viene volando, / libélula de sangre, llamarada / que enciende esta mi noche de ceniza. / Toda la sal del mar habita en ella / todo el rumor del mar / toda la espuma”.

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