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EDITORIAL

Yo, feminicida

Lo que nos llena de pánico es la certidumbre, esa sí absoluta, de que este no será ni el último ni el peor de los casos.

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12 de diciembre de 2016

El caso del secuestro, violación y feminicidio de Yuliana Andrea Samboní Muñoz se ha convertido en un nuevo catalizador del rechazo a las condiciones en las que viven y mueren las niñas y las mujeres en nuestro país. 

Ha habido otras historias devastadoras: Rosa Elvira Cely, Dora Libia Gálvez y cientos de otras mujeres y niñas sin nombre, como la pequeña de 2 años abandonada por sus padres ya muerta en un hospital de Suba la noche del 15 de noviembre de este año. Ella, cuyo cuerpo estaba señalado por las inconfundibles marcas del abuso sexual, no mereció más de tres párrafos en el periódico. No había nada más que contar.

El caso de Yuliana tiene muchas aristas: como consecuencia de la nula credibilidad que del sistema judicial colombiano,  sentimos el deber de cercar, real y figurativamente, al presunto culpable. Consideramos esa la única forma de lograr que el crimen no quede impune.  Los agravantes son muchos: la posición social del personaje, las señales de que después del hecho el asesino y sus cómplices manipularon el cuerpo de la víctima. La sospecha de que el hombre acostumbraba usar a los niños del barrio de Yuliana con regularidad.  La posibilidad de que no fuera su primera víctima, sino la primera en morir.

Lo que nos llena de pánico es la certidumbre, esa sí absoluta, de que este no será ni el último ni el peor de los casos.

Que la chispa de la indignación encienda movilizaciones es un comienzo. Mantener en bajo ese fuego para lograr mejorar la situación es difícil. Cada quien puede definir la forma en la que se involucra: litigio estratégico, activismo legislativo, veeduría a las fiscalías, a medicina legal. Cada quien en la medida de sus capacidades.

El común denominador, que aunque no por común es fácil, es nuestra capacidad de hacer conciencia propia. El primer objeto del cambio que surge de nuestra indignación debe ser nuestro propio comportamiento.

¿Qué hay en mi comportamiento que habilita o perpetúa la cultura de la violación? ¿cómo evito ser cómplice de los cientos de feminicidas que aún están por cometer su impensable crimen?

Las respuestas están en la cotidianidad: la música que oigo, lo que espero de las mujeres, la forma en que me refiero a ellas, de lo que las culpo. Los chistes que me causan gracia.  El hecho de que lo primero que alabo en una niña es que es bonita mientras que a un niño le aplaudo su fuerza, su tenacidad, su picardía.

El cambio cultural es difícil y demorado. Sobre todo cuando el cuerpo femenino, como objeto, es quizás la más poderosa herramienta de ventas de la historia de la humanidad. Pero cada organización, cada empresa, cada medio de comunicación está conformado por individuos. Si  nos planteamos la meta diaria y sostenida de devolverle la humanidad a las mujeres, el cambio no demorará tanto ni se enfrentará a tanta resistencia.