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EL ARTE DE CHALEQUEAR

Semana
16 de mayo de 1988

Saquear las billeteras ajenas, sin exponerse a los riesgos policiales ni a los mandamientos del Código Penal, es un arte netamente femenino. Es un derecho adquirido por las mujeres. Se trata, más bien, de una ciencia que exige cualidades singulares, virtudes mayores y profundos conocimientos de la materia, como habilidad felina, manos de seda, pies de plomo, nervios de acero y discreción de sombra nocturna.
Lo primero que hizo Eva, cuando un soplo divino la creó de una costilla de Adán, fue caminar en puntillas y escamotear unos billetes de la cartera que su marido guardaba en el bolsillo trasero del pantalón. Desde entonces, y a través de todas las civilizaciones, al hombre que roba carteras se le llama carterista, pero a la mujer que roba carteras se le llama esposa.
A esa costumbre, que es tan vieja como las peleas hogareñas, en Bogotá se le conoce con el nombre de chalequeo, aunque a nadie se le podría ocurrir guardar su billetera en el bolsillo del chaleco. Chalequear es una práctica que requiere de ciertos atributos especiales.
El más importante de todos, sin duda alguna, es el sigilo. La gracia no está en la cantidad de dinero que la señora sea capaz de sustraerse, sino en el secreto que pueda mantener. Una chalequeadora que se deje sorprender es una aficionada despreciable. Hay, en cambio, unas profesionales que han llevado sus incursiones a la cartera conyugal a un admirable grado de perfección.
Mi mujer, pongamos por caso, me dio el otro día una genuina lección de chalequismo casero. "Sospecho que me sacaste plata", le dije, para tantearla. "Te equivocas", replicó ella, con acento ofendido. "Las veces que lo he hecho, ni siquiera te has dado cuenta". Y tengo la impresión de que no me daré cuenta jamás En eso, precisamente, consiste la chalequería auténtica.
Lo mejor que puede hacer un hombre es reconocer que el chalequeo existe, que forma parte de los presupuestos hogareños aprender a convivir con él. Hay que incluirlo en los gastos caseros, como el dinero para el mercado, el lavado de la ropa y el pago del arriendo. El marido que se crea capaz de evitarlo, aunque ponga trampas para ratones en sus bolsillos, es un ingenuo que no conoce el talento de las mujeres, y al que más le hubiera valido quedarse soltero.
A un tío mío, hace ya muchos años, lo sacaba de quicio el saqueo cotidiano a que lo sometía su mujer. Ella lo chalequeaba de manera relampagueante, como un prestidigitador, mientras el daba la espalda, o cuando iba al baño, o poniéndose la piyama, sacando las chancletas o espabilando. Es la chalequeadora más rápida de que se tenga memoria en San Bernardo del Viento.
El hombre trató de arreglar el asunto aplicándole la engañosa lógica masculina, y le ofreció dinero a su esposa para que no tuviera necesidad de volverlo a hacer. Ella, naturalmente, se ofendió hasta la cólera por el intento de soborno y no le habló una semana. Los hombres, que somos majaderos, no comprendemos que el verdadero placer del chalequeo no está en el dinero que se obtiene sino en las emociones que produce.
La otra noche me contaron la dolorosa historia de un marido que quiso pasarse de listo. Puso en sus billetes y su cartera un barniz de crema de menta con la ilusión de descubrir a su mujer por el olor en las manos de ella. La plata se le perdió igual, se pasaba el día entero husmeando como un sabueso en los dedos de la esposa, y lo único que consiguió con eso fue dejar, por donde quiera que pasaba, un insoportable aroma de papel de colombina.
En cierta ocasión un caballero de Cartagena pensó que había encontrado la fórmula perfecta para burlarse del chalequeo de su mujer. Todas las noches, antes de acostarse, escondía su billetera en los sitios menos pensados de la casa: en el depósito de agua del sanitario, cubriéndola con un plástico, o en una lámina removible del cielorraso. El método era un poco dispendioso, porque se le fueron agotando los lugares disponibles y la imaginación, pero ya el hombre miraba a su mujer con una cierta sonrisa de vencedor.
Hasta que una noche de viernes guardó la cartera con tanto empeño que el lunes al salir para su oficina, no la pudo encontrar. Removió pisos y techos, estuvo a punto de echar la casa al suelo, pero todos los esfuerzos fueron inútiles. Cuentan sus familiares que el marido murió mucho tiempo después, como a los 50 años del episodio de la billetera. El cura le estaba aplicando ya los santos óleos cuando abrió penosamente la boca, alzó un poco la cabeza, se incorporó de la almohada y murmuró: "¡Dónde carajos escondí yo la cartera!" Acto seguido, dio la última boqueada...--

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