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EL ASNO DE ORO

Antonio Caballero
16 de junio de 1997

Que se peleen Plinio Apuleyo Mendoza y D'Artagnan es sorprendente: son idénticos. Igual de lambones, igual de arribistas, igual de cínicos. Hasta la foto de sesudos pensadores con que los dos adornan sus columnas de prensa respectivas es igual. Si existe alguna diferencia entre ambos es que D'Artagnan no sabe escribir, y Plinio sí. (O al menos sabía: a juzgar por el capítulo publicado en la prensa de su última novela ha resuelto dejar que su prosa naufrague en la cursilería.) Sabe escribir, o sabía, pero no sabe leer. Lo digo porque en una columna reciente de esta revista habla de mí, y me pasman las deducciones que saca de lo que escribo: no ha entendido una palabra. Así, nunca me he "estremecido de horror" leyendo las zalamerías de Plinio a los poderosos: a lo sumo me da un repeluzno de asco. Así, nunca he tenido "gusto sospechoso" por el jerez, que más bien me produce dolor de cabeza, ni por los calamares en su tinta, que por lo visto constituyen para él el colmo de la exquisitez, o quizás del precio. No me "horroriza la chusma maloliente", entre otras cosas porque hay gente que huele peor, incluso por escrito, como el propio Plinio. No "me crispa" Castro: al revés, lo considero el político más importante que ha dado América en este siglo (aunque no escribiría a su sueldo, como hizo Plinio en Prensa Latina). No soy "enemigo irreductible" de la corbata (aunque tampoco me avergüenzo de no usarla, como él, que en su foto disfraza la ausencia de corbata con la mano de sesudo pensador); ni de los militares (aunque no viva, como él, lamiéndoles las botas); ni de los señores que se sientan en los clubes (aunque no los considere, como él, "arquetipos del privilegiado", ni, como él, les tenga envidia). Sólo soy enemigo del espíritu de club, del espíritu militar, y del espíritu encorbatado, que son tres formas de cerrazón del espíritu. No grito "viva la paz" como un inocente pajarillo: me limito a explicar por qué la guerra que Plinio canta es a la vez criminal y suicida, y además se está perdiendo: todos la estamos perdiendo. Y en cuanto a lo de haberme quedado con las ideas que tenía a los 20 años, no me parece mal. Lo que es malo es cambiar de ideas cada cuatrienio, como hace Plinio al viento cambiante de sus anhelos diplomáticos.
En cuanto a lo del apellido Holguín: en primer lugar, no es el único que llevo. Tengo además el de Caballero, y 20 más. No figuran entre ellos ni el de Chusacá ni el de Tibocha, pero si figuraran no "me sentiría mejor", ni tampoco peor: no me parecen grotescos ni vergonzosos, como a Plinio, que en su arribismo los considera así sólo porque pertenecen a una raza vencida. (Aunque también le parece ridículo el de "un señor Bromberg", que suena a victoriosa raza aria o a pueblo elegido de Jehová: en su ciego racismo Plinio no se orienta ni por el oído.) Pero, sobre todo, se equivoca creyendo que "no me perdono a mí mismo llevar a cuestas el apellido Holguín". No lo llevo "a cuestas", sino con orgullo. Porque considero que el apellido Holguín es un honor y una responsabilidad; y no, como supone Plinio en su mezquindad, un pase de favor para ir a almorzar al Jockey.
Porque me parece un individuo mezquino, racista, arribista, criminal, lambón, venal, maloliente, de mal gusto en materia de comida y bebida, lector incompetente y escritor cursi, cuando Plinio trate de hacerse socio del Jockey Club yo le echaré bola negra.
Un comentario final sobre el tema de los apellidos. En el extranjero, donde no saben quién es Plinio tan bien como lo sabemos en Colombia, la gente siempre piensa al conocerlo que su apellido es Apuleyo. "Monsieur Apuleyó", lo llaman en París, y "signore Apuleyo" en Roma, al azar de su profusa vida diplomática. Ya lo de 'Plinio' les parece suficientemente estrambótico, y no pueden creer que por añadidura sus padres hubieran llevado la crueldad hasta el extremo de ponerle lo de 'Apuleyo'. Pero no fue por crueldad, sino por precaución. Es que sus pobres padres, al echarle la vista encima a la cara del recién nacido, intuyeron cómo se iba a volver cuando grande el angelito; y quisieron darle ese segundo nombre de escritor romano para que, leyéndolo, Plinio descubriera que el antídoto contra la maldición de haberse metamorfoseado en una repulsiva alimaña es la receta que da Apuleyo en su novela El asno de oro: comer rosas. Pero Plinio no sabe leer. Y además no le gustan las rosas.

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