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El autorretrato de Dorian Gray

En el cuento sucede que el anciano narrador es quien García Márquez hubiera sido de no haberse convertido en inmenso escritor

Antonio Caballero
16 de enero de 2005

ste cuento largo -la editorial lo llama audazmente novela- que acaba de publicar Gabriel García Márquez no es un buen cuento largo. No es tampoco una buena novelita corta. No es comparable a ninguna de la media docena de obras maestras que ha escrito García Márquez en esos dos géneros: cuentos largos como el Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, o novelitas cortas como Crónica de una muerte anunciada. El texto en letra gruesa que publica Mondadori es, digamos, el esquema sin desbastar de una novela corta, o las notas sin terminar de coser de un cuento largo. Es un texto que... ¿Cómo decirlo? ¿Un texto que sobra? No, tampoco es que sobre, aunque no sea bueno. A mí, como lector, no me dejó convencido. Pero me dejó pensando. No me convenció ni siquiera el título, que es un renglón en el que García Márquez ha sido siempre un maestro infalible: Memoria de mis putas tristes. Por una parte no es un título apropiado al cuento, puesto que ahí el único triste es el narrador, y la niña narrada -que es una sola- no es puta. Y a la vez me pareció un remedo trabajoso y no muy exitoso de los muchos soberbios títulos garciamarquianos. Queda la prosa, sí: apabullante. Esa prosa sonora y rica y dúctil y medida y pesada como el verso. ¿Versátil? Sí, versátil. García Márquez, me dijo otro lector (más entusiasta que yo, pero lúcido), "está preso en su prosa". Sí: como un pájaro preso en una jaula de oro. Esa prosa preciosista ha acabado por convertirse en una reja manierista. Y sin embargo, como digo, ese texto insatisfactorio me dejó pensando. Pensé tres cosas. Que son muchas. Trate el lector de acordarse de cuántas veces ha pensado tres cosas, y a ver. Pensé primero que esta Memoria..., aunque no satisface al puro lector como suelen hacerlo otros libros de Gabo, tiene para el aficionado a la literatura la virtud rara y casi milagrosa de que en ella el fondo y la forma se encajan el uno en la otra, la otra en el uno, con el rigor preciso de amantes que se completan trabados en el coito (y, quizás, justamente porque en la historia no llega nunca a haber coito): como un violín en su estuche, o como dos triángulos congruentes el uno encima del otro en los manuales de geometría del bachillerato. Coinciden porque la historia contada es la de un polvo fallido, un 'fiasco' en el sentido stendhaliano de la palabra: lo que los españoles llaman un gatillazo. Al narrador no se le para. Y tampoco al autor: su cuento es también fallido, un fiasco, un gatillazo. Dice el narrador: "Sé muy bien lo que puedo y lo que no puedo". Pero después no puede. Pensé también que ese cuento tiene la deliberada y también rara virtud de no pretender ser original. Nos recuerda que la literatura es siempre repetición de lo ya dicho, eterno retorno. Que todo está ya escrito. Así como el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz calca lo que cantó Salomón en su Cantar de los cantares, así este cuento de García Márquez vuelve a contar lo que ya contó Kawabata en su novela de las Bellas dormidas; y el origen de la historia -si es que tiene un origen- está también en la Biblia: en la narración que hace el Libro de los Reyes sobre la ancianidad de David. Consiste en algo elemental: que los hombres viejos quieren dormir con una muchacha joven. No necesariamente hacer el amor: sino dormir, con ella y mirarla dormir. Compartir cama. La expresión existe igual en todos los idiomas de Occidente (y de Oriente también, a juzgar por la novela del japonés Kawabata): 'dormir con', to sleep with, coucher avec. Tan importante como el acto sexual mismo es el hecho de yacer juntos en el mismo lecho, como las estatuas yacentes de un sepulcro medioeval. El narrador de García Márquez es como el rey don Fernando de Aragón con su Isabel la Católica en su tumba de Granada. La tercera cosa que el cuento me hizo pensar se refiere también a una larga tradición literaria: la de la falsa autobiografía. Y en este caso, más exactamente, la biografía hipotética: de lo que pudo haber sido. El mejor ejemplo es el Retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde. En el retrato van quedando las huellas de la vida del retratado, mientras el retratado sigue intacto. Del mismo modo, en el cuento de García Márquez sucede que el anciano narrador es el hombre que el propio García Márquez hubiera sido de no haberse convertido, por un esfuerzo de la voluntad, en García Márquez: es decir, en un inmenso escritor. Hubiera sido solamente un cronista de un diario provinciano de la costa Caribe, sin más ambición que la de escribir los viernes su columna semanal para que se la publicaran los domingos.

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