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El coco Uribe y el coco Petro

El único candidato sensato es Timo, cuya dolencia cardíaca demuestra, por un lado, que en esta situación solo son dignos el infarto y el retiro; y por el otro, porque, contra todo pronóstico, tiene corazón.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
10 de marzo de 2018

Fundido por las infernales noticias electorales, observé los Premios Óscar y quise hacer en la semana una de las dos cosas que más le gustan hacer en la vida a William Vinasco, que, contra todo pronóstico, es ir a cine, miren ustedes. E hice eso: busqué una película que hubiera brillado en la entrega de los galardones para exiliarme en la sala; Colombia es el segundo país más feliz del mundo, nadie lo niega, pero a veces también conviene evadir tanta dicha.

Estaba peleado con el cine, porque, lejos de distraerme, la cartelera me recordaban lo que somos: llegué a pensar que El gran showman era la biografía de Abelardo de la Espriella; y que Extraordinario era un filme sobre su reloj. Sin embargo, me di una segunda oportunidad porque la oferta era tentadora: anunciaban Tres anuncios por un crimen, inspirada en la historia de Pedro Juan Moreno; La forma del agua, basada en una suerte de lagarto que aspiraba al Congreso por el Partido de la U; y, finalmente, claro que sí, Coco, que, aunque parecía una interjección emitida por Santos, es la conmovedora historia animada de un niño que viaja al país de los muertos para luchar por su sueño de cantar: hagan de cuenta como el exgobernador Lyons.

Camino al cine, la radio vomitaba nuestra pestilencia noticiosa. Abundaban los titulares insólitos. Por ejemplo: que las Farc eran dueñas de unos supermercados que acababan de saquear. ¿Cómo puede ser un supermercado de las Farc?, me pregunté; ¿traen los pescados de pescas milagrosas? ¿Ofrecen la papaya que dan sus dirigentes, venden los chicharrones del proceso? Imaginaba la sección de limpieza atiborrada de productos para blanquear dinero. Para colmo de males, la noticia también decía que, en el fragor de la campaña, Uribe había posado con el testaferro de los locales: ¿qué hacía Uribe en semejante lugar? ¿Estaría recogiendo café? ¿No era Uribe cliente de Carulla, en cuyos corredores lo alertaban los compatriotas de todo tipo de peligros?

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El locutor proseguía con otros titulares: detienen a un político llamado Bernabé por golpear a una mujer, y la mujer dice que en realidad se golpeó con un mueble; deportan a Andrés Pastrana de Cuba porque ya ni Raúl Castro lo quiere recibir, pobre; por el partido Cambio Radical, aspiran al Congreso un rapero que se hace llamar don Popó, y a la Cámara un señor que se llama Chichí, Chichí Quintero: la fórmula misma parece una letrina, cosa que no colabora para que el partido limpie su fama de sucio. Y en la campaña presidencial los candidatos brillan por citar a Google, saberse la talla de los Crocs de su líder, tomarse una cerveza solitaria o discutir si reciben disparos o pedradas: ¿esa es la paz de Santos?

Qué elecciones, dios mío: qué país tan dividido e imposible. El único candidato sensato es Timochenko, cuya dolencia cardiaca demuestra, por un lado, que es el único que está a la altura de las circunstancias, porque en esta situación solo son digno el infarto y sel retiro; y, por el otro, que, contra todo pronóstico, tiene corazón.

Con semejantes antecedentes, entonces, llegué a las salas y me decanté por Coco. Y ahora pido que, aprovechando que Colombia se convirtió en una meca cinemotográfica, graben la segunda parte de la película en el país: no en vano, hace unos días filmaron una de acción en medio de las basuras de Bogotá; Owen Wilson y Chuck Norris desfilaron por las calles de Cartagena, y, en esa misma línea de visitas al país de grandes actores de Hollywood, se vio también a Gregorio Pernía en el aeropuerto de Cúcuta mientras correteaba al senador Corzo.

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Coco produce infinitas ganas de llorar. Es como si las elecciones ya hubieran sucedido y conociéramos los resultados. La historia del niño que viaja al país de los muertos tiene muchas semejanzas con nuestra cultura. El pequeño acude al altar de los muertos, que es como en la costa se llama a la clientela electoral. Porque si en México tienen la bonita tradición de recordar a los muertos, acá tenemos la más audaz aún de ponerlos a votar.

Para la segunda parte, entonces, propongo que el protagonista no sea un niño que quiere ser músico, sino un miembro de la familia Name que quiere ser senador, y viaja al mundo de los muertos para lograrlo. Ingresa entonces al cosmos electoral, luminoso y brillante, en el que hay tamales voladores, divertidos cadáveres inscritos en el censo electoral y cédulas falsas que bailan en el aire, hasta que descubre que, en aquel planeta extravagante, no existe un Coco, sino dos: el Coco de la ultraderecha, que es Uribe, y el Coco de la izquierda extrema, que es Petro.

El resto de la historia tendría que escribirla un guionista de la talla de Gustavo Bolívar, ese súbito y vociferante caudillo ante quien Gaitán parece un enano (Gaitán Jorge Eliécer: no Fernando); o, en su defecto, cualquier abogado de Álvaro Uribe, experto en redactar rectificaciones.

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Al final, eso sí, la gente saldría a votar con miedo y sin esperanza, como siempre, porque ante el triunfo de cualquiera de los dos Cocos, la única salida digna es el infarto, como lo demostró Timochenko, antes de que el país quede como la fórmula de Chichí y don Popó.