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EL DESPERTADOR

Semana
5 de septiembre de 1988

La semana pasada, casi sin darme cuenta, propuse a los lectores de esta columna una broma filosófica: la identificación de aquellos objetos y cachivaches que cumplen en esta vida varias funciones que resulten contrarias entre sí. Mencioné varios ejemplos, como el del paraguas y la sombrilla, que sólo se diferencian, en sus usos opuestos, dependiendo de que haga sol o esté lloviendo. Hablé también del ascensor, el cual sirve mismamente para subir y bajar, al igual que su parienta pobre, la escalera.
Después de la publicación de esa cronica, una amiga mía, que se llama Táber y es muy inclinada a la contemplación y las meditaciones, pasó tres noches sin dormir, mirando el techo, echando cabeza y rebuscando ejemplos en la memoria. Hasta que descubrió para su perplejidad, que la respuesta la tenía ahí mismo, en la espalda. Y se trata de la cama, que de manera indistinta sirve para nacer o para morirse en ella, aunque como están las cosas, en Colombia es cada día menor el número de personas que pueden darse el lujo de morir en su cama.
Una llamada telefónica, sin embargo, le cambió el rumbo a mis reflexiones. A un amigo desocupado se le ocurrió la idea antípoda, la diametral, la del otro extremo: averiguar por ciertas cosas, tan inútiles, que ni siquiera sirven para cumplir la única funcion que las justifica en este mundo. A guisa de verbigracia, o de modelo, me contó él, casi al borde de las lágrimas, la triste historia de un par de zapatos que compró hace catorce años, pero que nunca ha podido ponerse por la sencilla razón de que se los vendieron sin tacones.
Me acordé entonces, por simple asociación de ideas, de lo que ha venido sucediendo recientemente en mi casa por culpa del reloj despertador. Al principio andaba bien, era juicioso y correcto y se limitaba a cumplir con su deber de repicar a la hora que uno le hubiera señalado. Pero hace como tres semanas se le corrieron las tejas, enloqueciendo por completo, o, lo que sería todavía peor, ha resuelto hacer lo que le da la gana, que es uno de los riesgos que tiene la democracia de relojería.
Mi despertador no timbra. O timbra según su criterio. Hay días en que resuelve campanear a las dos de la mañana, aunque lo hayan puesto para las cinco, y otros en que se empeña tercamente en mantenerse en silencio. Seriamente preocupado ante tan grave percance, me formulé en la soledad de la madrugada una pregunta que podría competir, con muchas probabilidades de éxito, en el campeonato mundial de las preguntas pendejas: ¿para qué sirve un despertador que no despierta?
Descubri, para mi asombro, que sirve para muchas cosas, aunque ustedes no lo crean. Le espera, por ejemplo, un apacible destino de pisapapeles. En todo caso, y si es que vamos a llegar a ese punto, tiene un futuro mucho más promisorio que el de un par de zapatos sin tacones. He visto en algunas casas de San Bernardo del Viento, viejos relojes de pared, con el péndulo inmóvil y la cuerda rota, que son utilizados para trancar las puertas, al lado de un caracol marino o de una destripada montura de caballería.
Pero, de todas maneras, mi mujer, que desconfía de mis reflexiones y arrebatos sobre la inutilidad de las cosas de este mundo tomó la única decisión aconsejada por el sentido común. Compró un despertador nuevo. Es pequeño y macizo, fabricado en Alemania, y tiene una cara dura de soldado de los que salen en las películas de guerra. Yo lo miré desconfiado, por su aspecto agresivo, pero lo puse sobre la mesa de noche. Trágica determinación.
Cuando mis hijos apagaron el televisor, y se cerraron las puertas, y se fueron las luces de la casa, a esa hora en que el mundo se vuelve un manto de silencio y se oyen los murmullos de los corazones humanos, el alemán empezó a sonar con el estropicio de un tractor. Lo escondimos primero en el cajón de la mesita, después bajo la almohada, por último entre el colchón, pero sus ronquidos de barco fluvial se oían nitidamente.
Por fin me quedé dormido, pero a los cinco minutos aquella máquina infernal reventó en la tranquilidad del dormitorio con la bullaranga de un campanario, como los viejos carillones. Medio barrio se despertó alarmado, los perros empezaron a aullar con espanto, y los celadores corrían revólver en mano, todavía en calzoncillos. Yo quedé sentado en la mitad de la cama, con los ojos como un plato.
A la cuarta noche de aquella locura, la junta de acción comunal nos mandó a mi mujer y a mi un ultimátum: "O se va el despertador o se van ustedes". Si alguien está interesado en un reloj cromado, genuino alemán, de eficacia comprobada, escucho ofertas. Por lo pronto, lo tenemos guardado en el tanque de agua del inodoro...

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