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El despiporre

Para los columnistas de derecha la crisis de autoridad se debe a que falta quién la ejerza. Pero se debe a que sobra quién lo haga

Semana
4 de septiembre de 2000

De Gaulle decía que era imposible gobernar un país con algo así como 30 distintas clases de quesos. Pues todavía más difícil es gobernar un país con una buena docena de centros de decisión dispersos. Lo digo porque en estos días está de moda echarle toda suerte de vainas al pobre Andrés por lo que pasa y no pasa en Colombia.

Veamos la docena. Están primero las tres ramas del poder público, que siempre han funcionado en contravía. Está el trío de autoridades que los demás poderes tienen que tratar con cuidadito: el Banco de la República, las Fuerzas Armadas y los alcaldes y gobernadores (que aquí contamos por uno solo). Están las tres instancias de negociación doméstica: las mesas del Caguán, la convención en cierne del ELN, y las tres comisiones de ‘acuerdo nacional’ que convocó Pastrana. Está el Acuerdo con el Fondo Monetario y la monitoría DEA-Plan Colombia (que es una sola aunque vale por muchas). Y está el “soberano”, como lo llama Chávez, el pueblo que podría decidir en referendo.

Es la crisis de la autoridad. Los candidatos y columnistas de derecha creen que se debe a que falta quién la ejerza. Todo lo contrario: la crisis de autoridad se debe a que sobra quién la ejerza. No vamos a contar los ejércitos privados —Farc, elenos, paras, narcos— que disponen a su amaño de vidas, honras y haciendas. Veamos nada más el despelote que en Colombia llamamos “el Estado”.

Una sociedad multicultural o multirregional, como la nuestra, debería tener un régimen parlamentario. Es lo que ocurre en Europa, Canadá, o, más en las noticias, Israel, cuya Asamblea o Knesset es el ‘resumen vivo de la nación’. Pero el Congreso de aquí es un resumen de clientelas, y para alimentarlas tiene que hipotecarse al gobierno de turno. Así que nos quedamos sin la forma política que demanda nuestra realidad de país intensamente fragmentado. Y por eso, desde Núñez, tuvimos que acudir a un presidencialismo hechizo y vergonzante, una especie de autoritarismo en el vacío.

Dueño de ti, dueño de qué, dueño de nada, canta el compatriota de Hugo Chávez. Podía más bien ser la canción de Pastrana. Néstor Humberto, cuando era samperista, dijo famosamente que la Constitución del 91 nos había dejado un “presidente eunuco”. Y en efecto, al ‘primer mandatario’ le recortaron el ya escaso poder que tenía sobre las regiones (transferencias automáticas y elección popular de gobernadores); sobre la justicia (Fiscalía autónoma y Corte Constitucional omnipotente); sobre los estados de excepción (menos facultades, más controles); sobre la prestación de servicios públicos (entes autónomos y regímenes ad hoc), y, por supuesto, sobre la economía (Junta del Banco Central, presupuestos amarrados).

Pero la completa ‘eclosión’ del poder, como detestablemente dicen los señores politólogos, sin duda se produjo bajo Andrés. La fricción o, digamos, el ‘desencuentro’, con los demás poderes públicos, ha tendido a intensificarse en estos años. En el caso del Congreso, por la intentona de revocarle el mandato y la evaporación de la Alianza para el Cambio. En el caso de la justicia, por la colegislación económica de la Corte y los cuatro billones de pesos en fallos contra el fisco. En el del Banco Central, por la terca resistencia a devaluar y ahora a emitir. En el de las Fuerzas Armadas, por los roces en torno a la zona de despeje y la crisis de Lloreda. Y en el de alcaldes y gobernadores, por los proyectos de austeridad que llevaron a la amenaza de renuncia colectiva.

Y falta lo mejor del cuento. O lo peor. Para cumplir cada uno de sus cuatro compromisos esenciales —paz, reactivación económica, reforma política, reconciliación con Estados Unidos— Pastrana tuvo que entregarle el poder (o al menos la ilusión del poder) a cuatro entes ajenos a nuestro ‘Estado’. La paz con las Farc implica 107 acuerdos y una nueva Constitución; el ELN necesita otra Constitución y otros cuatro acuerdos (uno de los cuales es la bobadita del ‘modelo de desarrollo económico, político y social’). La reactivación supone el ajuste, y el ajuste supuso someterse a los dictámenes del FMI. La reforma política tenía que ir a referendo porque jamás pasará por el Congreso (aunque el Congreso puede deshacer la reforma). Y Tío Sam le colgó todo tipo de arandelas y condiciones al dichoso Plan Colombia.

O sea que para dar cumplimiento a su mandato, el pobre Andrés tuvo que dejar de gobernar. Pero no es culpa de él. Es culpa de la historia.

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