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El dinosaurio de Monterroso

El dinosaurio ha sido una religión (la verdadera), un pueblo (el elegido) o un hombre (el indispensable)

Antonio Caballero
3 de julio de 2000

Le acaban de dar un premio —hay muchos: no sé bien cuál— al escritor Augusto Monterroso, que los merece todos. Con motivo de su premio le hacen muchas entrevistas. Y leo en una de ellas que Monterroso se maravilla de que su famosísimo cuento de una sola línea (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí”) haya sido publicado en una antología sueca de poemas,como si fuera un poema, y figure en una recopilación inglesa de ensayos, como si fuera un ensayo.

Claro está que a estas alturas de la literatura sabemos que no existen los géneros literarios: que cualquier cosa es un poema, y cualquier cosa es un ensayo (y si no, un happening, o una ‘instalación’). De manera que tanto el editor sueco como el inglés tienen razón. Pero el breve texto de Monterroso, que originalmente fue publicado como si fuera un cuento, y también lo es, puede entenderse además de un cuarto modo: como un manual de historia. Monterroso, que es guatemalteco, hubiera podido titularlo ‘Historia General de Guatemala’, país del que huyó de joven por culpa del dinosaurio que estaba ahí. O bien ‘Historia Verdadera de México’, por el país en el que desde entonces vive refugiado, aunque sin haber podido eludir al dinosaurio. O simplemente ‘Historia Completa de América’. Basta con ver lo que ha sido la historia de este continente: se despierta el que sueña, y el dinosaurio sigue ahí.

Tal vez llegó hace 500 años, con la Conquista: abrieron los ojos de su mal sueño los aztecas, los incas, los taironas, los mapuches, los comanches, los siux, y el dinosaurio estaba ahí. Pero también es posible, o es seguro, que estuviera ahí desde antes. Porque ahora, medio milenio después de lo que Las Casas llamó la “Breve Historia de la Destrucción de las Indias”, se acusa a los conquistadores europeos de haber aniquilado un paraíso. Pero hay que ver cómo eran con las naciones sometidas los aniquilados aztecas, los exterminados incas, los asesinados siux; y cómo hubieran sido si algún inesperado extravío tecnológico les hubiera permitido hacer a ellos la Conquista al revés, sobre los codiciosos españoles y sobre los crueles portugueses, sobre los implacables ingleses y sobre los feroces alemanes. Porque no hay pueblos buenos, aunque hayan sido destruidos. Ni pueblos malos, aunque hayan destruido a otros. Ni hay tampoco pueblos elegidos, que suelen ser los más dañinos para todos los demás. No hay pueblos inocentes.

De los pueblos de España, que han cargado con la mayor parte de la ‘leyenda negra’ (pero cierta) de los horrores de la Conquista de América, decía Jaime Gil de Biedma en un poema, o en un ensayo:

“De todas las historias de la Historia
sin duda la más triste es la de España:
porque termina mal”.

En fin: el caso es que aún ahora, cuando uno se despierta creyendo disipados los horrores de la pesadilla, el dinosaurio sigue estando ahí. ¿Cuál es el dinosaurio?

La pregunta ha dado pie a mil respuestas contradictorias. Desde el antiguo Pecado Original (que tiene, claro, varias interpretaciones, algunas de ellas favorables) hasta la recentísima y maligna (otros dicen que es beneficiosa) Economía Global. El dinosaurio ha sido, según los casos, los sitios, los momentos, una religión (la verdadera), o un pueblo (el elegido), o un hombre (el indispensable). Todas las religiones verdaderas, desde la de los cristianos hasta la de los neoliberales, pasando por la de los mahometanos y la de los comunistas. Todos los pueblos elegidos, desde los israelitas de la Biblia hasta los arios del partido nazi, pasando por los incas del Cuzco, Hijos del Sol. Todos los hombres indispensables: el Emperador Amarillo, el divinizado Alejandro, Genghis Khan, Napoleón, el padrecito Stalin. O, para volver a Monterroso y a un ámbito más modesto, el presidente guatemalteco Jorge Ubico.

Tal vez el dinosaurio de nuestras pesadillas, que sigue ahí cuando nos despertamos, sea, en fin de cuentas, lo que otros llaman Dios. Más exactamente: la influencia de Dios sobre los hombres. Etimológicamente, el entusiasmo, que es el hecho de estar inspirado o poseído por la divinidad (por alguna de ellas: la verdadera, claro). Otro escritor que como Monterroso merecía todos los premios, Jorge Luis Borges, explicaba que en su vejez se había afiliado al Partido Conservador Argentino porque “un partidito como ese no puede despertar ningún entusiasmo ¿no?”.

Sí. Pero el dinosaurio sigue estando ahí.

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