Home

Opinión

Artículo

El efecto invernadero

Si no fuera por una especie de inercia mental nadie medio ilustrado vacilaría en calificar al gobierno de Bush de ultraderechista

Antonio Caballero
6 de mayo de 2002

No sin hipocresía, mucha gente se dice preocupada por el avance del neofascismo de Le Pen en las elecciones presidenciales francesas. No es para tanto: el neofascista Le Pen no va a ganar. Pero es para más: en su lugar va a arrasar el paleoconservador Chirac. La derecha se presenta como último baluarte contra la ultraderecha. No es sólo cosa de Francia. En todo el Occidente democrático ha venido creciendo paulatinamente la derecha, tanto la llamada conservadora como la llamada liberal, como en un remedo geopolítico de ese calentamiento gradual, progresivo y global del clima que se atribuye al ‘efecto invernadero’. Hoy manda en todas partes. Para empezar, por supuesto, en los Estados Unidos, potencia guía y líder, potencia, cómo decirlo, potencia Führer. Si no fuera por una curiosa mezcla de inercia mental y miedo al qué dirán, nadie medianamente ilustrado vacilaría en calificar de ultraderechista y fascista al actual gobierno norteamericano de George W. Bush y su equipo de Cheneys, Rumsfelds y Ashcrofts, hollywoodescamente coloreado de Powells y de Condoleezas Rices. Es la ultraderecha no sólo en sus fines (el Imperio universal), sino también en sus métodos: el uso exclusivo de la fuerza, militar, económica, o simplemente policial, tanto contra los países extranjeros (amigos o enemigos), como contra sus propios ciudadanos. Es la ultraderecha también en su justificación: el miedo. Gracias al Gran Miedo al terrorismo, manipulado desvergonzadamente desde los todavía misteriosos atentados del 11 de septiembre del año pasado (esa especie de incendio del Reichstag que desató el horror la Alemania nazi), el gobierno de Bush ha conseguido que la sociedad norteamericana acepte una fascistización de disfraz patriótico que no se vio ni en los tiempos de la cruzada macartista contra el comunismo soviético. En el resto de Occidente (incluyendo al Japón y a Australia, en desafío a la geografía), sucede lo mismo. Desde Portugal hasta Singapur, pasando por Turquía, gobierna la derecha. Declarada, como en los casos del italiano Berlusconi y el español Aznar; o vergonzante, como en los del británico Blair y el alemán Schroeder; o sin etiqueta, como en el del ruso Putin (y antes, Yeltsin). Y se imponen políticas de derecha, recortando las libertades políticas y económicas de los ciudadanos y la soberanía de las naciones en nombre del libertinaje económico del gran capital. En todo: inmigración, empleo (y desempleo), educación (y deseducación), droga, petróleo, finanzas, privatizaciones, medio ambiente, tratamiento de epidemias, armamentismo, política internacional. Y, claro está, en la lucha contra el terrorismo, que se ha convertido en el principal pretexto de la arrogancia del Imperio y del sometimiento de sus satélites. Sobra mencionar al Tercer Mundo, pues no es que se haya vuelto de derecha sino que ha seguido siéndolo desde la noche de los tiempos. Tiranías tribales en Africa, oligarquías coloniales en América Latina y en la India, dictaduras militares en Asia, monarquías feudales en el ancho arco arábigo, desde Marruecos hasta Omán. Diversas modalidades de la derecha, todas ellas protegidas o aliadas del Imperio, y a su servicio. ¿Qué queda? Eso que el presidente Bush llama “el Eje del Mal”: la media docena de países que todavía se resisten a ser meros protectorados del Imperio. Pero eso tampoco es izquierda. La izquierda se mide en la defensa de las libertades, tanto individuales como colectivas. Y libertades no hay, de ninguna índole, en las satrapías familiares de Irak, de Cuba, de Corea del Norte, de Libia, ni en los regímenes de partido único (teocráticos o ateos: da exactamente igual) del Irán o de la China. Lo único que distingue a esos países de la derecha universal es que su derecha es tercamente local. ¿Qué queda entonces?. No sé. Quizá la isla de Saint Kitts, en el Caribe, o la de Jersey, en el Canal de la Mancha: esos paraísos fiscales en donde se esconden los dineros sucios que todavía no caben en las cajas registradoras del Imperio. Pero también eso es derecha. Sólo queda derecha, como sólo van quedando regiones cálidas a causa del efecto invernadero. Intolerablemente cálidas, o moderadamente cálidas. Tal como están las cosas, sólo es posible saltar de la sartén al fuego. De Le Pen a Chirac. De la extrema derecha a la derecha a secas. (O a las derechas locales). Las cuales derechas, ya desembarazadas de la izquierda, no tardarán en convertirse en extrema derecha. Salvo que la izquierda sepa saltar fuera de la olla.

Noticias Destacadas