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El Gatopardo

El asesinato de líderes sociales y campesinos ha retomado un ritmo macabro, como en las épocas de la justicia privada y de los desplazamientos orquestados por paramilitares y financiados por los carteles de la droga. Algunos, con sesgo ideológico y partidista, quieren echarle la culpa al acuerdo de paz.

Camilo Granada, Camilo Granada
15 de enero de 2020

Colombia debería darle la nacionalidad póstuma y honoraria a Giuseppe Di Lampedusa, autor de la novela El Gatopardo, donde surgió la frase “si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie”. Aquí algunos ejemplos de nuestro eterno retorno sobre lo mismo. 

El asesinato de líderes sociales y campesinos ha retomado un ritmo macabro, como en las épocas de la justicia privada y de los desplazamientos orquestados por paramilitares y financiados por los carteles de la droga. Algunos, con sesgo ideológico y partidista, quieren echarle la culpa al acuerdo de paz. Están equivocados. Vuelven los asesinatos selectivos y sistemáticos porque estamos volviendo atrás en el tiempo, a las épocas en las que la tenencia de la tierra se lograba a punta de fusil, amenazas, desplazamiento y muerte. Hoy estamos volviendo a lo mismo. Las organizaciones criminales están ocupando el territorio, algunos como parte de su negocio de drogas o minería ilegal. Otros, para evitar que la restitución de tierras –beneficio esencial del acuerdo de paz para las víctimas— se haga realidad. 

Los asesinatos extrajudiciales están de regreso. Seguramente es la mancha más oprobiosa para el Estado en la historia del conflicto colombiano. Que algunos mandos en las fuerzas de seguridad de la república crean que el cumplimiento de su misión constitucional y la victoria de la institucionalidad pasan por el conteo de cadáveres es vergonzoso. Peor aún es que crean que matando civiles y disfrazando sus cadáveres con ropas de combatientes, están ganando. 

La relación con Venezuela volvió a alcanzar niveles altamente preocupantes. Hemos regresado a los peores momentos de tensión con nuestro principal vecino: ausencia total de comunicación, cero puentes de diálogo y ninguna perspectiva de mejora. Estamos hoy como estuvimos en la mitad de los años 2000 o incluso como a finales de los ochenta, con la crisis de la Corbeta Caldas. Y nos encaminamos a hacer lo mismo con Cuba, como a principios de los ochenta, cuando rompimos relaciones con la isla caribeña. 

En materia de política antinarcóticos, estamos como a finales de la década de los 70, cuando se instauró la fumigación aérea como única política contra las mafias del narcotráfico. En esa época cientos de miles de litros de paraquat fueron asperjados en la Sierra Nevada para acabar los cultivos de marihuana. El resultado de todo eso fue el surgimiento de los peores carteles de traficantes dedicados al mucho más lucrativo negocio de la cocaína, mucho antes de que en Colombia se sembrara hoja de coca (que también asperjamos copiosamente). Y nunca dejamos de ser el primer exportador de cocaína del mundo. Pero nos negamos a entender. Entonces volvemos a repetir la misma receta fallida. Perdimos décadas de sofisticación de la política, de luchar contra los ingresos de los narcos, de controlar precursores y concentrarnos en desmantelar laboratorios y rutas. Volvimos al absurdo de pensar que hay que atacar a los cultivadores de coca y no a los que hacen la plata. 

En estos tiempos volvemos a deslegitimar la protesta social con argumentos de intervención desestabilizante proveniente de países foráneos, como en los mejores tiempos de la guerra fría o el Estatuto de Seguridad de Turbay a finales de los años setenta. 

Después de los escándalos anteriores, de que hubo que desmantelar el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) por el espionaje ilegal de periodistas, magistrados, opositores políticos, después que se discutió y aprobó una ley marco de inteligencia para regular y garantizar el control civil y político de esas actividades, volvemos a revivir los casos de abuso en el uso de sistemas de inteligencia e interceptación de comunicaciones. Esta vez, el responsable es el Ejército Nacional. Es una noticia deplorable ver cómo vuelven actores estatales a las andanzas, presionados, urgidos o animados por líderes políticos. 

La revolución tecnológica y la economía colaborativa son realidades de a puño. Sin embargo, El servicio de Uber se prohíbe a nombre de la competencia, en lugar de regular con visión moderna, acorde con la tan pregonada economía naranja el servicio de transporte y de taxis en particular. Esto es aún más grave cuando se constata que tampoco se ha logrado que los taxistas tengan jornadas decentes, seguridad social e ingresos correctos y que los pasajeros se sientan seguros, bien atendidos y con opciones que los convenzan que es mejor no usar el carro particular. 

Es terrible ver y constatar que, como sociedad, no queremos aprender del pasado, no queremos cultivar la memoria y por lo tanto nos condenamos a seguir repitiendo los mismos errores. Todo cambia pero nada cambia.