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EL ILUSIONISTA

Semana
3 de marzo de 1997

Cruzando la avenida circunvalar de Bogotá, sobre todo en horas pico, tengo siempre un pensamiento poco piadoso para el alcalde Mockus. No hay semáforo ni policías; el caos del tráfico es inenarrable y uno no tiene más remedio que entrar en él, de manera suicida, como quien entra en un corral de toros bravos. Es entonces cuando uno recuerda que el alcalde ha invertido, sin resultados, en su programa de educación ciudadana, la suma astronómica de 175.000 millones de pesos. Plata perdida, sí, dilapidada, humo; sueños generosos de educador. Porque no son los mimos, los payasos, los ringletes, los encapuchados, los músicos y teatreros de arete, trenza y cacho de marihuana en su mochila, quienes van a introducir un civismo de suizos en este infierno urbano que Mockus llama ciudad coqueta. De nada sirve buscar un nuevo comportamiento ciudadano si los factores que generan el desorden y la agresividad (caos, falta de vías, de autoridad, de previsión estatal) siguen vigentes. La civilidad requiere un marco apropiado y normas que se hagan cumplir.Si uno lo observa con cuidado, descubre que en el alcalde conviven tres personajes. En primer término, hay en él un profesor lunático que circula alegremente en bicicleta por los prados de la utopía académica. Antes de ocuparse de la planeación urbana, de tapar huecos, de poner semáforos, reforzar la presencia policial, limpiar, organizar, agilizar trámites y servicios, pretende, de muy buena fe, cambiar nuestros comportamientos ciudadanos. Pues para él allí está el mal: en nosotros. Y porque somos así, el Estado es nuestro reflejo; no al revés. Cree, por ejemplo, que llevamos todos el germen fatal de la violencia. Y no se ha detenido a pensar que cualquier país, el más civilizado y pacífico del mundo (Suiza, por ejemplo), sería tan inseguro como Colombia si su Estado permitiese que de 100 delitos cometidos sólo se sancionara el 1,7 por ciento. Allí también los hampones, los violentos (que existen en todas partes) harían su agosto. Y también los suizos, como nosotros, tendrían su casa por cárcel.Tomando, pues, el rábano por las hojas, nuestro pintoresco profesor cree conjurar los peligros que nos acechan cada día y en cada esquina prohibiendo los totes, cerrando los bares a la una de la mañana, 'vacunándonos' contra la violencia y cambiando armas por dinero. Son todas medidas simbólicas, franciscanas (tocar la flauta para amansar al lobo) y hasta encomiables, pero de poca efectividad. Pues obviamente no son los hampones quienes van a entregar las armas, sus instrumentos de trabajo. Ya lo decía Juan Martín Caicedo: "Sólo en el reino de la Utopía será posible convencer a los delincuentes de que cambien la ametralladora por una guitarra y convertir las bandas organizadas en bandas de música". Y es ahí donde aparece en nuestro académico el otro personaje, un duende de los bosques bálticos que lo habita. El día que se quitó los pantalones en la Universidad, ese duende loco debió descubrir el llamativo poder de la provocación. Desde entonces hizo con ella lo que Hamelin con su flauta: hipnotizó. Esa veta de oro , que lo anima a vestirse de Supermán (o a desvestirse, si es el caso), a subirse en un elefante, a casarse en una jaula de tigres o a convertirse por un día en chofer de taxi (con seguimiento de cámaras, claro) y otra suerte de excentricidades pintorescas, nos revela tres hechos: primero, una forma histriónica del populismo; segundo, las frivolidades de nuestro periodismo light, que pone todos sus reflectores en estos números de circo; y, como consecuencia de este juego cómplice de dos travesuras, la hipnosis colectiva de que habla Juan Martín en torno al personaje.Dicha hipnosis y la ligereza de los medios no han dejado ver al país, detrás del duende ilusionista, a un pésimo gerente. Sí, es honestísimo, no deja robar, guarda la plata bajo el colchón de los bancos, lo premian en Londres. Pero como gerente es nulo, tal vez catastrófico. Sus dos antecesores, con un alto costo político, le dejaron las arcas llenas. Los medios fueron con él complacientes. También el Concejo. También la opinión, que vio en él el antipolítico. Y ahí están los informes de la Contraloría, de la Veeduría y la Personería Distrital revelándonos no sólo que deja dormir el dinero sin utilizarlo, sino también que del presupuesto previsto para su plan de desarrollo Formar Ciudad sólo se ejecutó en 1996 (hasta el 30 de septiembre), contabilizando giros efectivos, el 17 por ciento, y el 34,9 por ciento en los dos años de su administración. En todos los frentes (medio ambiente, progreso social, Secretaría de Tránsito, Obras Públicas) se registran, entre lo previsto y lo ejecutado, desfases que van de un 50 a un 80 por ciento. Mockus no concluye nada. Ni siquiera sus amados proyectos experimentales, como el de la calle 80, que iba a ser una calle modelo y sigue siendo un desastre. Dejó perder los 95.000 millones de pesos que fueron incluidos en el plan de desarrollo del 94 y el 95 para la Avenida Cundinamarca. Si fuese gerente de una empresa privada, lo habrían botado.¿Y todo esto por qué? El propio contralor distrital lo explica: poca capacidad gerencial y lentitud de decisiones. Ante eso, una pregunta: ¿quién será más loco: el alcalde o los que sueñan con llevarlo a la Casa de Nariño?