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MARTA RUIZ

El llanto de Obama

Por fin un presidente de Estados Unidos comienza a pensar que estos episodios quizá no sean tan aislados, ni que sólo tengan explicaciones en la psiquis individual, en la vida privada, en las familias desestructuradas.

Marta Ruiz, Marta Ruiz
22 de diciembre de 2012

La masacre de Newtown tocó una fibra profunda del presidente Barack Obama. Así lo demuestran no sólo su llanto junto a los familiares de los 20 niños muertos, y la elevación a la categoría de héroes de los seis adultos sacrificados, sino que por primera vez ha mostrado el temple de quien se prepara para una larga y ardua batalla.

Obama se cansó de ir a funerales atribuidos a la violencia aislada y nihilista de unos cuantos locos agobiados con sus míseras vidas. En el último año, por lo menos cada mes, alguien salió a disparar a las calles indiscriminadamente. Casi siempre en colegios, casi siempre contra niños. También se dice que ha visto a sus propias hijas retratadas en aquellos pequeños asesinados por Adam Lanza, el último de los perturbados que ha tomado un fusil automático de su perchero para acabar con el mundo.

Por fin un presidente de Estados Unidos comienza a pensar que estos episodios quizá no sean tan aislados, ni que sólo tengan explicaciones en la psiquis individual, en la vida privada, en las familias desestructuradas. Obama parece temer, con justa razón, que algo muy profundo se está resquebrajando en el American way of life. Por algo la comisión que creó para que le recomiende qué hacer está trabajando el problema de las armas no sólo como un asunto de seguridad pública, sino como un tema de educación y salud pública.

En Estados Unidos circulan 300 millones de armas y estas le están significando 30.000 muertes al año a ese país. De hecho, se ha convertido en una de las sociedades más violentas del mundo. Y estas pistolas, producidas en sus fábricas y vendidas en sus tiendas, en nombre de sus libertades, han sido más letales que las propias guerras contra el terrorismo que se libran en continentes ajenos, de donde, se supone, provienen sus grandes amenazas.

La narrativa popular de los americanos, la del cine, la televisión y los comics, muestra a una nación asediada por comunistas de ojos rasgados, mafias rusas o italianas, por inmigrantes mexicanos, por terroristas musulmanes, por aliens o zombies. Pero mientras tanto, el monstruo de la violencia crecía adentro, en el seno de sus propios valores.

En el caso de Newton ya hay quienes les echan la culpa a la televisión, a los videojuegos y hasta a la madre. Pero hace una década Michael Moore se atrevió a hacer una disección más aguda del asunto en su famoso documental Browling for Columbine, una película que, por cierto, hoy parece una profecía. Quizá, como dice Moore en su cinta, el problema no son las armas en sí mismas, sino aquella mentalidad que han construido los americanos entre las costuras de su destino manifiesto: el miedo al otro y un complejo de superioridad alimentado por una industria bélica sedienta de ganancias. A la que deberá enfrentarse Obama ahora, cuando se prepara para la batalla. 
                                                               

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