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DIANA SARAY GIRALDO Columna Semana

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El monólogo de los jóvenes

Colombia necesita como nunca voces reales, que puedan entender ese llamado de las calles. Líderes que logren escuchar e interpretar esta rabia para proponer soluciones y no para alimentar más rabia.

Diana Giraldo
19 de junio de 2021

El pasado martes, tras más de 50 días de marchas, el llamado Comité del Paro decidió poner fin a las manifestaciones. “Hemos decidido hacer una interrupción temporal de las movilizaciones que hemos venido haciendo los miércoles, eso no significa que la movilización social va a parar, porque las causas se mantienen vigentes”, dijo a los medios Francisco Maltés, presidente de la CUT, uno de los sindicatos que lidera este comité.

Los altos índices de contagio de covid-19 llevaron a ese instante de sensatez que se pedía desde diversos sectores, pues, con camas de uci al tope y cifras récord de muertos por el virus, no cabía en ninguna lógica seguir llamando a aglomeraciones.

Pero llegado el miércoles, cuando se esperaba que esa Colombia rara que se sumió en el caos diario volviera a tener un día tranquilo, en varias ciudades del país las marchas siguieron, y tras ellas los disturbios, los manifestantes y policías heridos, los bienes públicos vandalizados, y la sensación de que aún seguimos sin entender cuál es la fuerza que realmente está moviendo la indignación en las calles.

Ese miércoles, en Bogotá, el barrio Country Sur se convirtió en el escenario de enfrentamientos, que dejaron cuatro personas heridas, dos de ellos uniformados. En distintos puntos de la ciudad se presentaron tres bloqueos viales.

En Bucaramanga, al paso de los marchantes se rompieron vidrios de edificios, señales de tránsito fueron arrancadas para ser usadas como escudos, y las vitrinas publicitarias que se levantan a lo largo de varios andenes fueron apedreadas. Un cajero de banco fue incendiado. Y de nuevo, como todos los miércoles, la jornada terminó en enfrentamientos con el Esmad en terrenos cercanos a la Universidad Industrial de Santander.

El caso más crítico se dio el jueves, en Cali, donde un joven fue asesinado y cuatro policías heridos. En una jornada violenta, un bus del MIO fue quemado por hombres encapuchados. El personal médico del Hospital Carlos Carmona fue intimidado para obligarlo a atender a un herido, y, en la noche, un camión distribuidor de gaseosas también fue incinerado. Luego, con un vehículo de aseo, derribaron un poste con una cámara de fotomultas.

Lo que pasó esta semana es la prueba de algo que se presentía desde hace rato. No existe una única protesta en Colombia, liderada por el llamado Comité del Paro. El llamado al paro nacional que hizo ese grupo de sindicatos desató una ola de manifestaciones nacionales de diversa índole y diversos actores, en la que la protesta de los llamados jóvenes ha tenido el mayor protagonismo.

Estos jóvenes, y su llamada “primera línea”, no tienen nada que ver con el Comité del Paro. Es más, no se identifican con ese sector sindical burocrático, que lleva décadas buscando privilegios. Lo suyo es una rabia infinita con el Gobierno actual, con todo lo que represente la institucionalidad, con todo lo que preserve el orden del país tal y como está. ¿Son estudiantes? ¿Venezolanos? ¿Desempleados? ¿Exguerrilleros? ¿Empleados? ¿Menores de edad? ¿Infiltrados de la guerrilla? Me temo que son todos ellos, y, de seguro, más.

En una entrevista dada al diario Vanguardia, en Bucaramanga, uno de los miembros de la llamada primera línea lo afirmaba, mucho antes de que se llegara a un acuerdo para cesar las manifestaciones: “No sé quiénes sean las personas que integran el Comité Nacional del Paro. Ellos hablan como si hubiesen dialogado antes con nosotros los estudiantes, con las personas que conformamos la marcha… No sabemos quiénes son. Ellos no nos representan…, si ellos dicen: ‘vamos a levantar el paro’. Nosotros respondemos, ¿quiénes son ustedes para decirnos que vamos a levantar el paro? Ellos tienen ideales muy diferentes a los de nosotros”.

Sus peticiones van desde la renuncia del presidente Iván Duque, todo su gabinete y todas las cabezas de las Fuerzas Militares hasta la renta básica para todos los colombianos, pero sin que se aumenten los impuestos.

No tienen nada que perder. No tienen trabajo la gran mayoría de ellos, o después de haber cursado varios años de universidad, de endeudarse con el Icetex, o de ver a sus familias endeudadas consiguen trabajo con el mismo pago que un empleado sin formación académica. Otros llevan más de un año sin regresar al colegio, o sin poder ingresar a la universidad, o simplemente sin asistir a un partido de fútbol. Han perdido su empleo, han visto cerrar sus negocios o el de sus familiares. Claro, también hay delincuentes que se camuflan en estos jóvenes para generar caos y desestabilizar.

La gran mayoría se identifican con Gustavo Petro, porque es el único líder visible que dice lo que ellos quieren oír: que el Estado es asesino y la fuerza pública, opresora, que son muy pocos los ricos y muchos más los pobres, que la educación y la salud deberían ser gratuitas, pero sin impuestos que las financien. Les gusta Petro, porque dice cosas tan “obvias” como que se impriman más billetes para que la gente tenga más dinero, aunque ellos no sepan que lo que dice Petro no es más que populismo y él lo sabe. Ven a ese líder, porque sencillamente no hay hoy más líderes que tengan respuestas para su rabia.

Por eso, Colombia necesita como nunca voces reales, que puedan entender ese llamado de las calles. Líderes que logren escuchar e interpretar esta rabia para proponer soluciones y no para alimentar más rabia.

Estos jóvenes necesitan salir de ese monólogo, y quien logre entablar este diálogo y proponerles algo que les dé esperanza de un futuro será quien pueda inclinar la balanza en la próxima contienda electoral. Y de esa contienda dependerá el futuro no solo político, sino económico del país.