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El muerto que quedó vivo

En los 45 casos de ejecuciones que hay en el Catatumbo, los militares vinculados a procesos no han pasado de la investigación preliminar.

María Jimena Duzán
16 de enero de 2010

Eran las tres y media de la tarde del fatídico sábado 6 de octubre de 2007, cuando Villamil Rodríguez Figueroa, un joven de 20 años que trabajaba como jornalero, fue detenido por unos soldados en el camino hacia su casa en el El Tarra, Norte de Santander. "Su cédula, por favor", fue lo primero que le preguntaron. Él la mostró y aunque vio que uno de los soldados se quedaba con ella, no se atrevió a protestar. "¿Tiene tarjeta militar?" Él les dijo la verdad: no la tenía.
 
A los pocos minutos lo llevaron a un recodo de la carretera y caminaron por unos 10 minutos. Uno de los soldados le informó que estaban reclutando jóvenes para el Ejército y que iban a quedarse un rato más en ese paraje. Le dieron comida y agua, pero a eso de las 9 de la noche el trato empezó a cambiar. Primero lo esposaron a una rama de un árbol. Al cabo de unas tres horas lo soltaron y lo recostaron al tronco. "Acurrúquese", le dijeron. Villamil Rodríguez no entendía lo que estaba pasando. El miedo y la oscuridad de la noche le impedían no sólo moverse, sino pedir explicaciones. En esas condiciones tan humillantes, la dignidad es lo primero que se pierde. Fue entonces cuando uno de los soldados empezó a dispararle. Él sintió que su cuerpo se reventaba del dolor y cerró los ojos a sabiendas de que aún seguía vivo. Uno de los militares se acercó. Le quitó las esposas y lo zarandeó. Villamil contuvo su respiración para que lo creyeron muerto.
 
A los pocos minutos los militares partieron. Villamil Rodríguez, como pudo, logró incorporarse, y malherido llegó hasta la Defensoría del municipio de El Tarra, donde denunció lo sucedido. Inmediatamente fue trasladado a Ocaña. Allí se le prestó la asistencia médica que urgentemente necesitaba -su brazo derecho estaba prácticamente despedazado- y cuando pensaba que su suerte se le empezaba a enderezar, el 8 de octubre, dos días después de que casi muere ejecutado por soldados en la mitad de la noche, los militares en Ocaña presentaron ante la Fiscalía una denuncia en su contra, acusándolo de ser guerrillero de las Farc.

Según la versión del Ejército, su cédula había sido encontrada en un charco de sangre en una vereda donde días antes se había registrado un combate con la guerrilla. Ese mismo día, el Ejército presentó a la Fiscalía a dos personas a que testificaran en su contra. Se le abrió entonces un proceso por rebelión y terrorismo, y Villamil pasó de víctima a victimario en cosa de minutos. Duró detenido un año entero hasta cuando pudo demostrar la falsedad de todas las imputaciones que le hacían los militares y se demostró que él había sido víctima de un montaje del Ejército. Uno de los que dieron testimonio en su contra era un informante del Ejército y aparecía reseñado por haber recibido cinco millones de pesos. La Fiscalía también probó que los militares habían alterado los libros donde hicieron las anotaciones del caso de Villamil.

Por esta tentativa de ejecución hay vinculados varios militares, entre ellos el coronel Santiago Herrera, al mando de la brigada móvil 15, uno de los 27 oficiales destituidos por el ministro Juan Manuel Santos. Sin embargo, el proceso está prácticamente paralizado. Desde octubre de 2008 al coronel se le ha citado a diligencia de indagatoria por lo menos en cuatro ocasiones, pero durante todo el año ha incumplido, aduciendo que no tiene recursos para trasladarse a Cúcuta. Y a pesar de sus reiterados incumplimientos, la Fiscalía no ha encontrado méritos para capturarlo. Eso es lo que yo llamo "suerte de militar".

Si hay indignación por la liberación de 29 militares acusados de las ejecuciones de 11 jóvenes de Soacha, la realidad es que el estado de los demás procesos en el país es bastante más lamentable. En los 45 casos de ejecuciones que hay en el Catatumbo, los militares vinculados a procesos no han pasado de la investigación preliminar. Y los únicos condenados han sido sólo unos cuantos soldados. En Meta y Antioquia, que es donde más casos de falsos positivos se han denunciado, el balance es aún más precario, y en realidad desde hace dos años los procesos se encuentran estancados.

Quisiera ser optimista y pensar que por la presión mediática las ejecuciones de los 11 jóvenes de Soacha -que representan tan solo el 1 por ciento de las cerca de 1.800 denuncias por falsos positivos que ya hay en el país- van a ser las únicas que pueden no quedar impunes. Pero estoy casi segura de que el otro 99 por ciento de las ejecuciones que sucedieron entre 2005 y 2008 van a quedar impunes y que jóvenes como Villamil Rodríguez, que fueron degradados como seres humanos, se quedarán esperando a que se haga justicia, mientras sus victimarios se amparan en la indolencia de una sociedad como la colombiana que se ha acostumbrado a tapar sus barbaridades.
Coda: recomiendo un impactante video hecho por Felipe Zuleta sobre los casos de Soacha. A punta de declaraciones en los medios, Zuleta pone en evidencia, una a una, las grandes contradicciones en que ha incurrido el gobierno desde que los medios destaparon ese horror.

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