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El mundo de las salas VIP

Al rato ya no cabía un político colombiano más. Ya no requisaban al entrar sino al salir de la zona, para que no se llevaran los vasos

Daniel Samper Ospina
4 de enero de 2009

Me sucedió hace poco, cuando tuve que ir a un coctel de la alta sociedad bogotana: entré al lugar en el que hacían el evento y vi que en el fondo había una zona acordonada, en la cual un tipo con pinta de escolta, parecido a Daniel Ortega, no permitía que la gente ingresara.

—¿Y allí qué diablos pasa? -le pregunté a mi esposa.

—Es la división de las dos zonas -me respondió sin muchos ánimos pedagógicos-: la normal y la VIP.

—¿La qué?

—La zona VIP, a donde va la gente prestante.

Eché un vistazo por encima y el asunto estaba repleto de personalidades: estaba el contralor, Júnior Turbay, atiborrándose de quesos; la senadora Martha Lucía Ramírez, que hablaba contra una pared; Poncho Rentería y su novia-esposa, Lulita Arango, ella callada y él haciéndole ruidosos chistes a alguien que no sé bien si era Shaio Muñoz o a Ana Milena Muñoz: desde donde estaba sólo se alcanzaba a ver el apellido. El embajador gringo sonreía con arrobo ante Lucero Cortés, Lucero Cortés sonreía con arrobo ante Juan Manuel Santos, Juan Manuel Santos sonreía con arrobo ante el embajador gringo. Un fotógrafo de sociales sacó la cámara y de repente se materializó en el aire Jean-Claude Bessudo. Luego apareció alguien idéntico al Fiscal con una perra que no le permitía tenerse en pie: en efecto, Crispeta, la perrita que reemplazó a Zucarita, le mordía el pantalón y no le permitía caminar.

Al rato ya no cabía un político colombiano más. Había tantos, que por primera vez no requisaban al entrar sino al salir de la zona, para asegurarse de que no se estuvieran llevando los vasos o los ceniceros.

—Lo que no entiendo -me confesó mi esposa- es qué hace allá Juan Tamariz.

No era Juan Tamariz, sino Ramón Jimeno, la corregí, y al lado de él había mucha gente que uno nunca sabe por qué es famosa, pero que sale en todas las sociales: una señora que se llama Maruja Iragorri, por ejemplo, u otra que se llama Tana Valencia; o gente venida a menos, pero cuya gloria pasada todavía les abre campo en la zona, como una Amparo, Pérez o Peláez, nunca sé cuál es cual, que se aseguró las piernas por cien millones de pesos. También estaba Navarro Wolf, que se las aseguró pero por la mitad.

Mi esposa y yo mirábamos lo que sucedía en aquella sala como vulgares peatones ante un accidente. A veces nos empinábamos para ver mejor. Y era burdo, quién lo niega: pero qué más podíamos hacer.

—¿Quién es ese señor que llegó allá con el alcalde? -le pregunté a mi esposa.

—Es Yuri Chillán -me dijo-. El secretario de la alcaldía.

—¿Yuri? -le respondí con asombro-: yo siempre había creído que hablábamos de una mujer, concretamente una baladista.

Y era cierto. Alguna vez me pasó algo semejante pero con una persona que trabajaba en televisión y que se llama Tony Navia. No sabía si era hombre o mujer. Luego vi una foto suya y me sentí mejor, aunque la duda no se me ha disipado del todo.

—Es increíble que dejen entrar niños a estas cosas -me sacó de esos pensamientos mi esposa.

—No, no: ese es Pachito Santos -la corregí.

Digo la verdad: yo era de los que aborrecían las zonas VIP. Me parecían la puesta en escena de un clasismo insoportable, tan excluyente como el que utilizan ciertos clubes sociales para hacer de los vetos un sistema de estatus. Con algo aun peor, y es que el clásico personaje del VIP criollo es aquel político que se aprovecha de su carro oficial para parquear donde no es permitido, utiliza a sus escoltas para no hacer fila nunca -salvo que sea un Turbay que, como ya se sabe, es gente que sabe hacer la fila- y pasa por encima de los demás como si ser importante, en lugar de comprometerlo a dar ejemplo, fuera una inmunidad para pisotear las leyes que promulga pero que no cumple.

Sin embargo, debo confesar que aquella vez me encantaron. Las zonas VIP son otra cosa cuando uno hace parte de ellas. Y así se lo dije a mi mujer.

—Es al revés -me corrigió ella-: son ellos los que están en la zona VIP. Nosotros estamos del otro lado.

Me costó trabajo creerlo. Hasta entonces había dado por hecho que la tal zona especial consistía en estar en un campo libre de políticos, libre de todas esas pálidas personalidades cuyas sonrisas de yeso se escurren en las páginas sociales, y a las que durante el evento parecían tener apartadas en esa especie de corral para que no fueran a molestar a nadie.

Cuando nos fuimos, un carro de escoltas casi nos estrella por darle paso a una caravana. Alcancé a ver Juan Manuel. Pero ni sé si Santos o Galán, porque desde donde estaba sólo se veía el nombre.
 

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