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El mundo de la señora Thatcher

Del ejemplo de la señora Thatcher viene el mundo en que vivimos: más inequitativo, más insolidario, más corrupto, y en consecuencia, más infeliz y peligroso.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
13 de abril de 2013

Acaba de morir Margaret Thatcher, la madre del neoliberalismo económico que hoy malgobierna el mundo. Los padres fueron unos economistas sin alma: Mises, Hayek, Friedman. Pero la madre fue ella: una política sin corazón y sin hígados, que como primera ministra de la Gran Bretaña entre 1979 y 1990 se atrevió a poner en práctica sin contemplaciones las recetas despiadadas formuladas por ellos. 

Privatización de las empresas y los servicios públicos, desregulación del sector financiero, reducción de los impuestos, recorte del gasto, desmantelamiento de las estructuras protectoras del Estado de bienestar en salud, educación, vivienda y empleo, y aplastamiento de los sindicatos. 

Y reducción del papel del Estado al de guardián jurídico del funcionamiento sin trabas del mercado y guardián policiaco y militar de la seguridad interna y externa (el único gasto público que creció durante sus 11 años de gobierno, financiado por las regalías del petróleo del mar del Norte, fue el de defensa; en buena parte por las compras de armamento a la industria militar de los Estados Unidos).

Tal vez solo dos episodios del largo gobierno de la señora Thatcher no fueron causados por su política económica. La huelga de hambre de los presos del Ejército Republicano Irlandés (IRA), que terminó con la muerte de diez de ellos y exacerbó la lucha independentista en Irlanda del Norte; y la guerra de las islas Malvinas argentinas, o Falkland británicas, cuyo resultado colateral e inesperado fue el hundimiento de la dictadura militar argentina. Y estos dos episodios fueron los que le dieron la popularidad suficiente para ser reelegida dos veces en su cargo, y le valieron el remoquete admirativo de la Dama de Hierro.

Lo parecía, idéntica como era a su efigie de cera en el museo londinense de Madame Tussauds, que se yergue vestida de azul al lado de su compañero de baile el presidente norteamericano Ronald Reagan. Y un casco de hierro parecía su peinado, mantenido inmóvil hasta en los atentados terroristas por la laca de un aerosol cuyos gases clorofluorocarbonatados tan dañinos resultan para la capa de ozono que protege la atmósfera. 

Pues hasta allá llegaba la influencia de Margaret Thatcher como paradigma de estadistas de la segunda mitad del siglo XX, mucho más amplia que la que podía darle su menguante Gran Bretaña. Se extendía por cielo, mar y tierra hasta los Estados Unidos de Reagan, con sus ricos más ricos y menos numerosos y sus pobres más pobres y endeudados; la Rusia de Gorbachov, que con la desovietización iba a caer en manos de sus oligarcas gánsteres; la Unión Europea de los banqueros corruptos; el Japón de las burbujas estalladas; la China de Deng Xiaoping y sus gatos que cazan ratones. 

Y, por supuesto, llegaba también a nuestras republiquetas de por aquí: el México de Salinas, que cuando firmó el acta de sumisión del Nafta con los Estados Unidos anunció que México era ya un país del primer mundo; la Argentina de Menem, convertido al cristianismo cuando descubrió que el Evangelio aseguraba que “siempre habrá pobres entre vosotros”; la Colombia de Gaviria, el que nos dio la “bienvenida al futuro”, y de sus sucesores hasta Santos, el de la “prosperidad para todos”. El modelo a escala de todo eso, el campo de ensayo, fue el Chile dictatorial en lo político y neoliberal  en lo económico del general Pinochet y sus ‘Chicago boys’.

Del ejemplo de la señora Thatcher viene el mundo en que vivimos: más inequitativo, más insolidario, más corrupto, y en consecuencia más infeliz y peligroso. Regido por el egoísmo y la codicia, considerados por los neoliberales las virtudes primordiales, y que se miden ambas en dinero. Podría decirse de ellos, con Wilde, que “conocen el precio de todo y el valor de nada”; o, con Machado, que, como “el necio, confunden valor con precio”. Y que su filosofía se resume en el consejo que le daba a su hijo la mamá de Pablo Escobar:

– Haga plata, mijo.
La señora Thatcher falleció en una suite del hotel Ritz de Londres, en donde vivía por cortesía de sus propietarios, sus amigos los hermanos Barclay, dueños de una de las más grandes fortunas  de Inglaterra.

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