Home

Opinión

Artículo

El nuevo Hitler (I)

La opinión pública norteamericana, que es la más manipulada del mundo, está cegada de patrioterismo

Antonio Caballero
16 de septiembre de 2002

El presidente norteamericano George W. Bush ha anunciado que se dispone a atacar a Irak, con o sin el respaldo de la ONU.

En realidad, con el de casi nadie. Dentro de su propio gobierno sólo lo sigue, o lo inspira, el núcleo duro de su cuadrilla de halcones: el vicepresidente Cheney, el ministro de Defensa Rumsfeld y el de Justicia Ashcroft, y la consejera de Seguridad Condoleezza Rice. Pero hasta el secretario de Estado Colin Powell balbucea reticencias. Y se oponen dos tercios del Congreso (demócratas y republicanos por igual), la mayoría de los generales del Pentágono, todos los militares en retiro y todos los políticos jubilados: desde el humanitario ex presidente Carter hasta el genocida ex secretario Kissinger. La prensa seria también muestra sus dudas, con cautela, por miedo a ser tratada de antipatriótica. Los intelectuales se desgarran las vestiduras: pero, como es usual, nadie los oye.

También prácticamente todos los dirigentes políticos del mundo están en contra de la guerra de Bush. Hasta los canadienses. El socialista alemán Schroeder dice que es una locura. El derechista francés Chirac, que no es prudente. Los comunistas chinos, que por ningún motivo. Los liberales japoneses, que ellos no se meten. Los hindúes de la India dicen que cuidado, y los islamistas de Pakistán que ojo. Los ayatolas iraníes, que vamos a ver. En el mundo árabe, incluso los más serviles dependientes de Washington -los jeques de Arabia, los emires del Golfo, los reyezuelos de Jordania y Marruecos- piden que no, que no, que no: temen que sus pueblos los ahorquen.

Sólo apoyan la guerra de Bush tres o cuatro, por razones estrictamente personales. El inglés Tony Blair, por masoquismo: le gusta que lo pisen. El italiano Berlusconi, por olfato: le gusta hacer negocios. El español Aznar, por vanidad: le gusta que lo inviten. Y el ruso Putin por oportunismo: le gusta que le den también a él la oportunidad de atacar sin motivo a su vecina Georgia. Y, claro está, el israelí Ariel Sharon, por sed de sangre. Pero en sus países respectivos la opinión pública (partidos, prensa, sindicatos) no está con ellos.

A los demás (Africa, América Latina, Oceanía) nadie les ha preguntado qué opinan. (Ya sé que este articulito es inane).

Y en cuanto a la opinión pública norteamericana, que es posiblemente la más desinformada y manipulada del mundo, está cegada de patrioterismo desde los atentados del 11 de septiembre de hace un año: nadie le ha dicho nunca que el resto del mundo existe. De modo que está con Bush. Así que sí: habrá guerra.

El argumento de Bush para emprenderla es que Saddam Hussein, el dictador de Irak, es una amenaza para el mundo.

No es así.

No porque Saddam sea bueno. Al contrario, es malísimo. Constituye, para empezar, un peligro para sus propios súbditos iraquíes: para los kurdos del norte, a quienes ha envenenado con armas biológicas; para los chiítas del sur, a quienes ha aplastado con aviones y tanques; para los miembros de su propia tribu sunnita de Al Takriti: hace cinco años asesinó a sus propios yernos. Y también ha sido muy peligroso para los países vecinos: hace veinte años atacó a Irán y hace diez invadió a Kuwait. Pero perdió esas dos guerras, y aunque su dictadura personal salió reforzada de ellas, su país quedó mutilado, arruinado y deshecho. Sus proveedores de armamento, que eran los Estados Unidos y Europa Occidental, no le venden ya ni un avión, ni un cañón, ni una aspirina, por miedo a que pretenda convertirla en arma biológica; no le compran petróleo, y ni siquiera se lo canjean por alimentos para su población hambreada; y lo bombardean todos los fines de semana. Saddam es sin duda un tirano espantoso: pero no amenaza a nadie, salvo a su pueblo.

Hace una década, cuando la Guerra del Golfo, el entonces presidente norteamericano Bush (padre del de ahora), aseguraba para justificarla que Saddam Hussein era "un nuevo Hitler". Que tenía el ejército más numeroso del mundo (después del chino). Que tenía armas atómicas, químicas y bacteriológicas. Y que pretendía someter al mundo entero. No era así.

No porque Saddam no lo quisiera, que a lo mejor lo quería. Sino porque no tenía esas armas: no las usó, cuando fue atacado, porque sus hasta entonces aliados occidentales (contra Irán) no le habían vendido más que basura inservible. Ni tenía ese ejército poderoso: en 48 horas lo derrotaron y lo enterraron vivo en la arena del desierto los aviones ingleses y franceses, los tanques alemanes con aire acondicionado, los cohetes norteamericanos 'inteligentes' venidos del Mar Rojo, y el dinero saudí que pagó todo eso, bajo la égida de los Estados Unidos. Ni quería dominar al mundo; sino, simplemente (ilegítimamente, sí), apoderarse del petróleo de sus vecinos, los jeques kuwaitíes. Y no era así, sobre todo, porque Saddam no podía ser un "nuevo Hitler" en el sentido fundamental de que no tenía detrás la Alemania que en sus tiempos tuvo Hitler: industrializada y poderosa, capaz de alimentar en hombres y armas y combustibles un gigantesco ejército. La primera potencia militar de la época, como lo demostró conquistando Europa entera en seis meses. Saddam no es más que?

Se me acabó el espacio de esta columna. Tendré que explicar quién es el verdadero nuevo Hitler la semana que viene.

Noticias Destacadas