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El político y el estadista. Balance de dos ochenios

Culmina el gobierno Santos y con él dos ochenios que han cambiado la historia de Colombia. Para quienes lo hemos vivido, este período ha sido intenso y convulsivo,tanto que hemos quedado divididos en dos bandos, los partidarios de Uribe y su ochenio de la guerra y los partidarios de Santos y su ochenio de la paz.

Julia Londoño, Julia Londoño
31 de julio de 2018

Pero cuando la historia decante lo que Colombia ha vivido en esta época, es probable que se encuentren más continuidades que rupturas entre uno y otro presidente, al tiempo que se reconozca el tema de fondo: el cierre de un ciclo histórico y los albores de uno nuevo.

La polarización hace muy difíciles los análisis serenos, pero no sobra intentar una mirada más desapasionada a lo que ha significado este período con el cual finalmente termina el siglo XX colombiano.  Del mismo modo que los historiadores marcaron el final del siglo XIX en 1914 con el inicio de la Primera Guerra Mundial, en Colombia el siglo XX terminó en 2016 con la firma del acuerdo de paz con las Farc y el cierre de la violencia política que caracterizó la anterior centuria iniciada con la guerra de los mil días.

El ascenso de Álvaro Uribe al poder fue producto tanto del fracaso de las negociaciones de paz de Pastrana, como del cambio de paradigma mundial en la lucha contra el terrorismo luego de los ataques a las torres gemelas. Uribe fue presidente y comandante, aglutinó al país en la lucha contra las Farc y recuperó la iniciativa militar del Estado. Como líder militar identificó al enemigo y le endilgó todos los males del país. Quien no estaba de acuerdo con su concepción del mundo era un aliado de los enemigos de la patria. Los matices y las críticas que su gobierno recibía eran simples argucias de los idiotas útiles de la guerrilla. Su visión emocionó a grandes capas urbanas de la población y se convirtió en el portaestandarte de los poderosos.

Su exitoso ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, fue elegido para continuar su obra de gobierno y terminar con la guerra. Pero la forma como Santos concebía el fin de la confrontación armada no era la misma que Uribe tenía en mente. Para Uribe, la guerra se podía terminar con una negociación, pero lo único que se debía negociar era el desarme del enemigo. Si para lograrlo era necesario hacer unas concesiones estas no debían afectar el statu quo, pues mantener el orden prevaleciente fue siempre la razón por la cual el establecimiento hizo la guerra.

El problema de la visión de Uribe era que requería un enemigo derrotado y sin capacidad de exigir condiciones. En su hábil narrativa, la victoria militar era cuestión de meses, no de años. Por eso se hizo reelegir en 2014 e intentó lo mismo en 2018. Una guerrilla derrotada tendría que aceptar la generosidad del bando triunfador, dispuesto a conceder incluso impunidad a los guerrilleros pero jamás a aceptar las propias responsabilidades durante los años de guerra. Uribe, el mejor político colombiano de la historia reciente, convenció a la opinión pública de que terminar la guerra sin reconocer responsabilidades no sólo era posible, sino lo políticamente correcto, pues no se podía comparar a las fuerzas armadas, que siempre defendieron a los buenos, con la guerrilla, que solo representaba una causa criminal.

Santos sabía que detrás de esta narrativa solo se ocultaba la prolongación de la guerra. Las Farc no estaban derrotadas ni dispuestas a aceptar una oferta limitada a discutir la dejación de las armas. El dilema real era continuar la guerra o abrir la puerta para una negociación. Santos, el estadista, prefirió acelerar la finalización de la confrontación abriendo la puerta a una negociación que fuese más allá del desarme de la guerrilla. El fin de la violencia política debía ocuparse también de ayudar a remover las condiciones que hacen de Colombia una tierra fértil  para resolver los conflictos con las armas.

La gran estrategia de Santos consistía en cerrar el siglo XX  y abrir la puerta a una etapa de transformaciones institucionales. Lo que nunca logró fue conectar esa visión con el imaginario popular. Al frente suyo, Uribe, el político, permanentemente recordaba a la opinión que las guerrillas eran simples organizaciones criminales y que cualquier concesión era una claudicación. Detrás de Uribe, un poderoso establecimiento, sin ninguna intención de renunciar a sus privilegios, estuvo siempre dispuesto a apoyarlo en su lucha contra los contenidos del acuerdo firmado con las Farc.

Sin Uribe, el político, no hubiese sido posible que Santos, el estadista, hubiese cerrado el conflicto armado para terminar con la historia de la violencia política en Colombia. Pero Santos, el estadista, nunca tuvo la capacidad de convencer a la mayoría de la sociedad de la bondad y la pertinencia de un acuerdo de paz que no solo desarmaba a las Farc sino que abría la puerta a una era de transformaciones. Por eso, luego de dos ochenios, el estadista se va, mientras el político se queda para evitar que el acuerdo de paz afecte el statu quo por el cual el establecimiento libró la guerra.

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